Entrevista realizada el 10/03/2019 (Mélanie Létocart – M.L. / Gioconda Belli – G.B.)
M.L.: Al leer tus obras poéticas y narrativas, aparecen temas constantes que te propongo abordar para esta entrevista: la identidad, el feminismo y la maternidad. La identidad – o las identidades – es un tema que aparece a menudo en tus obras, a través del mestizaje y de la memoria, sea de América o de Nicaragua. En tu última novela, el personaje francés Charles se convierte en ‘George’ y, después, cuando llega a Nicaragua, en ‘Jorge’. Primero, necesita cambiar de identidad, por urgencia vital. Luego, intenta hacerlo, adoptar una nueva identidad a través del contacto con la cultura nicaragüense. El desplazamiento geográfico y cultural de un país a otro provoca una división interna del personaje, entre la identidad de origen y la de adopción-reinvención. ¿Cómo llegaste al tema de las dos identidades de Jorge?
G.B.: Creo que para mí ha sido fácil entenderlo porque yo nací y crecí como una mujer, una niña de una familia muy tradicional, con una madre muy especial, pero fui cambiando, o sea, yo rompí todo el programa original y mi identidad tuve que deshacerla. La identidad la tuve que volver a hacer. Yo era una muchacha bien, me casé muy jovencita, estaba siguiendo todo el programa, ¿no? Pero en parte me casé para romper el programa. Era ambivalente porque me quería ir de mi casa, quería ser independiente. Y la manera que encontré para ser independiente fue casarme. Y luego, no quise dejar de trabajar porque mi esposo quería que dejara de trabajar. Porque en Nicaragua era mal visto que la esposa tuviera que trabajar porque el hombre se suponía que tenía que proveer. Yo dije: “yo no dejo de trabajar”. Entonces creo que en parte fui convirtiéndome en otra persona, como parte de mi propio proceso. Después, luego cuando ya entro en la lucha política, la guerrilla te obliga a cambiar otra vez de identidad; cuando me voy al exilio, cambio de identidad; cuando me caso con Carlos, cambio. O sea, hubo tantos cambios en mi vida, pero hay una sola persona. Lo que pasa es que esa persona se va como... Encontrando a sí misma. Todos esos cambios de identidad tal vez tienen que ver con cambio geográfico, pero también yo creo que tienen que ver con cambios en la conciencia en la medida en que vos te vas convirtiendo en vos. Porque yo creo que uno, al principio, no es uno mismo, es la suma de todas las expectativas, lo que te han puesto tus padres. Entonces, ese proceso de individualización, de convertirte en una persona que solo sos vos, es un proceso tremendo y largo.
M.L.: Es lo que llamaste “mi íntima multitud”, ¿no? En uno de sus ensayos, Nancy Huston dice que las mujeres tienen una concepción más flexible de su identidad porque siempre se vieron obligadas a adaptarse, como cuando se casan y cambian de apellido etc. ¿Cómo ves tú el tema de la identidad femenina? ¿Hay algo específico de las mujeres?
G.B.: Definitivamente que sí porque en parte la identidad femenina tradicional es vivir para los demás, es la mujer entregada al colectivo, a los hijos, al otro. La identidad femenina está basada en la deconstrucción de lo individual y la mujer se convierte en una caja de resonancia del colectivo. Ella es un constante ‘dar’, está dándose constantemente. Por eso, para la mujer, existe todo un trabajo de crearse una identidad, más allá de la identidad maternal y de la identidad de cuidadora. Tiene que tomar conciencia de quién es. No quiere decir que tiene de dejar de amar, de cuidar, ésas son cosas buenas, pienso yo, de la identidad femenina. Pero tiene que hacerlo ya a otro nivel, un nivel ya consciente, un nivel distinto al ‘deber-ser’.
M.L.: En tu obra se percibe una afirmación y una celebración constante del cuerpo femenino, la valoración del sexo femenino como lugar de placer. Todos recuerdan tu famoso verso, “bendigo mi sexo”, que hoy es una inspiración para muchas feministas. ¿Cómo ves el feminismo actual, con las bifurcaciones del feminismo de la igualdad, de la diferencia, el interseccional, el decolonial, el comunitario, el negro etc.?
G.B.: Hay tantas definiciones del feminismo hoy. Yo no me siento feminista de una escuela. Yo me siento feminista porque amo ser mujer, porque defiendo el derecho de las mujeres, porque pienso que la mujer tiene que ser igual y requiere su lugar en el mundo. Pero no tengo una filosofía, una metodología, nada elaborado. He leído mucho. Pienso que el feminismo como filosofía de alguna manera también se ha distanciado de la realidad. Se ha vuelto muy académico. Ese feminismo académico es importante. Yo pienso que parte del estudio de la conciencia y del estado de ser femenino. Pero, para mí, como mujer, ha sido más importante leer las primeras mujeres. Betty Fridan, Germaine Greer, ésas fueron para mí las que me abrieron los ojos. Dorothy Dinnerstein y su libro que se llama ‘La sirena y el minotauro’, Adrienne Rich. Ésas fueron mis autoras feministas. A Hélène Cixous, la he leído, pero ella introduce una intelectualización, más compleja, menos accesible.
M.L.: Con respecto a teorizaciones, en tu novela ‘El país de las mujeres’ mencionas el hembrismo, el felicismo, la cuidadanía. ¿Cómo podrías explicar esos conceptos?
G.B.: Bueno, el ‘hembrismo’ tiene varias acepciones. Hay incluso un hembrismo muy criticado por algunas feministas. Eso era broma, el hembrismo no es una elaboración filosófica. “Hembra” tiene una connotación mucho más física, la hembra de la especie. Entonces es un poco reivindicar que sos la hembra de la especie, que somos una especie y hay una hembra. Entonces que “hembra”, para empezar, es una determinación sexual que está por tu cuerpo. No lo escogiste, simplemente naciste con un sexo diferente que el otro. Y eso te da una cierta naturaleza, una cierta capacidad, una forma física. Entonces abrazar esto.
Yo pienso que el gran problema de la construcción femenina es la vergüenza que va asociada al ‘ser femenino’. Porque lo que empieza con Eva, con todas las funciones femeninas – la menstruación, la menopausia, el parto, que para mí son cosas tan bellas del cuerpo de la mujer –, sigue siendo tabú. Hay por ejemplo un documental americano sobre la menstruación. En él, hablan sobre el “period...”, con tres puntos. Te das cuenta que, en el siglo XXI, todavía a las mujeres les cuesta decir que tienen su ‘period’. ¡Es impresionante!
M.L.: Para volver a tus lecturas feministas, en tus memorias mencionas también a Beauvoir. ¿Es un ejemplo para ti?
G.B.: ¡La amo! ¡Es fantástica! Ella ha hecho el estudio más profundo sobre el cuerpo femenino, cuando ella hace todo ese análisis del cuerpo femenino comparado con el cuerpo masculino. Hay cosas de ella con las que no comulgo. Esa noción de la maternidad, por ejemplo, como constructo social. Pienso que la maternidad no solamente es social. Hay todo un proceso físico. Y es muy fascinante. Pero leí las ‘Memorias de una joven formal’ que me ha encantado. Leí la obra sobre su relación con Sartre. ¿Cómo se llama? ‘La cérémonie des adieux’, sí, eso: ‘La ceremonia del adiós’. Es muy duro, ella no tenía miedo de llamar a las cosas por su nombre.
M.L.: ¿Crees que ella representó un modelo para tu generación?
G.B.: Sí. Creo que mi generación tuvo la suerte de tener unos modelos buenísimos de mujeres, esas mujeres feministas tremendas que lucharon tan duro.
M.L.: En tus memorias has explicado que, después de tu primer matrimonio, empiezas a leer a Beauvoir, a Fridan, y acabas apartándote del modelo tradicional de la mujer, de la domesticidad, de la madre dócil. ¿Crees que el feminismo y tus lecturas fueron realmente el ‘catalizador’ de tu propia revolución interna?
G.B.: No. Yo ya venía diferente porque tuve una madre que me habló de lo que era ser mujer como lo mejor que le podía pasar a uno, que era una maravilla. Mi mamá tenía una noción extraordinaria de lo que era ser mujer y del cuerpo femenino. Yo no crecí con esas culpas, al contrario. Entonces fue bien fácil para mí empoderarme porque lo que me faltaba era darle una conciencia a esa sensación de poder que tenía.
M.L.: Gioconda, tuviste una educación religiosa. ¿De alguna manera, eso te preparó para ese modelo tradicional, te enseñó la ecuación ‘ser mujer igual a ser madre’? ¿Algo o alguien te preparó para eso en tu educación cuando eras niña? ¿Recuerdas tus juguetes?
G.B.: Sí, yo quería ser mamá. Lo veía como algo que se hacía. Tenía muñecas, me encantaban los bebés. La muñeca bebé...
M.L.: ¿Recuerdas tu relación con el cuerpo de tu madre y la relación de ella con su propio cuerpo? ¿La observabas, la imitabas?
G.B.: Observaba porque yo me presentaba cuando ella se estaba maquillando. Tenía un mueble con sus cosas de maquillaje y había una puerta que daba al jardín y yo me sentaba ahí y conversaba con ella cuando ella se estaba arreglando. Entonces, ella me daba tips de lo que es ser mujer, que el perfume... Que no te hagas así, que pongas la cara de tal forma, o sea, tonterías. Pero ella también me hablaba de la cultura griega, me contaba cuentos, mitos, a medida que fui creciendo. Mi mamá era tremenda, tenía una capacidad de comunicarse y yo hasta ahora lo aprecio, porque yo era admiradora de ella cuando era adolescente, pero después cuando me hice más independiente, sobre todo a partir de que yo entré en la Revolución y tuve que dejar a mis hijas, eso para ella fue terrible y nos enfrentamos.
M.L.: En paralelo a esos aspectos positivos de tu relación con tu madre, en uno de tus poemas aparecen otros, que mencionas como los “mandamientos maternos”. Son dimensiones que parecen más conflictivas. ¿Se manifestaron después del Sandinismo y por motivos políticos?
G.B.: Ella fue sumamente solidaria conmigo cuando me divorcié de mi primer marido. Lo que ella no toleraba era que mi manera de ver la maternidad era muy diferente a la de ella. Para mí, el destino colectivo y el futuro eran tan importantes para mis hijas como el presente. Realmente yo pensaba que asegurarles un futuro mejor era también parte de quererlas. O sea, cuando yo hacía las cosas de la Revolución no sentía que las estaba abandonando, como lo veía mi mamá. Tal vez mi mamá tenía razón, pero para mí era una labor revolucionaria.
M.L.: Frente a tu madre que seguía un modelo tradicional de maternidad dedicada y que celebraba el cuerpo femenino, ¿cómo fue para ti conciliar la maternidad con la Revolución y con tu trabajo?
G.B.: Es que he tenido una visión diferente de la maternidad, no era tan absorbente. O sea, para mí la maternidad era más profunda en el sentido de que lo que contaba era la calidad del tiempo, no la cantidad de tiempo que yo pasaba con mis hijos; poder tener una relación con ellos, hablar con ellos, que entendieran lo que yo estaba haciendo. Yo les hablaba muy claramente, eran como cómplices míos. Pero ellos resintieron algunas veces que yo los dejara, que me fuera, porque yo tenía que irme muy a menudo a hacer viajes. Ellos ahora me lo han dicho, pero creo que era una construcción de mi mamá. Ella les decía a mis dos hijas mayores, que su mamá las dejó y no debería. Porque yo creo que ellas no hubieran tenido esa reacción. También hay que decir que me ayudaron otras mujeres. En Nicaragua tenemos la suerte de que hay mujeres asistentes. Por eso yo las podía dejar con alguien, que era como una persona de la familia.
M.L.: Volviendo a la figura de la madre, en tus memorias hablas de la figura de la madre simbólica, como una madre que buscabas [...] una madre que no me amenazara con el desamor si yo me apartaba de sus designios o su manera de hacer las cosas, no necesitaba la madre real que hizo lo que buenamente pudo, sino la madre mítica que dentro de mí me relevara de estar siempre empujando los límites (Belli 2002: 378).
Esa búsqueda de la madre mítica está presente en Adrienne Rich, cuando ella habla de la niña que todas tenemos y que grita todavía por cuidados, por abrazos y por el amor de una mujer. ¿Cómo actúo dentro de ti esa figura de la madre mítica? ¿Recuerdas en qué contexto surgió?
G.B.: Es complicado. Una de las cosas que pasé en el proceso de ir creciendo como persona fue lograr controlar a la niña buena, pues yo también tenía una niña buena que quería portarse bien. Yo tengo un poema que se llama “No me arrepiento de nada”, donde hablo de ella. Entonces, para controlar esa niña buena, yo tenía que matar a la madre crítica y reinventarme una madre que fuera capaz de aceptarme como yo era. Esa es la madre mítica, es como alguien que no te juzgue, sino que te ame. La relación con mi mamá fue muy linda pero fue muy juzgadora. Y ahí fue donde yo resistí, donde yo me opuse a ella, donde yo empecé a desarrollar una relación conflictiva con ella, fue cuando ella comenzó a juzgarme. Creo que es difícil para los hijos aceptar eso, lo veo con mis hijas ahora, como se ponen cuando sienten que yo les voy a pasar juicio sobre lo que están haciendo. No les gusta, a nadie le gusta.
M.L.: ¿Cómo reaccionó ella, que te enseñó a celebrar el cuerpo de la mujer, cuando empezaste a escribir, a publicar en los años setenta y que hay todo ese escándalo en Nicaragua porque hablabas de tu cuerpo?
G.B.: Ella no reaccionó mal, ella no fue la del escándalo.
M.L.: Respecto a esa celebración del cuerpo de la mujer, de tu cuerpo, en tus memorias evocas la idea de transgresión cuando descubres, después de la publicación de tu primer libro de poesía, que el lenguaje también es una vía de subversión. Entonces percibes que tu cuerpo se puede oponer a un orden social y de relaciones de género. ¿Tal descubrimiento te guió durante tu producción literaria posterior?
G.B.: Sí, absolutamente, fue cómo me di cuenta que la hipocresía social era tremenda. Cuando yo sentí todo ese escándalo y me di cuenta que había tocado algo subversivo, dije yo: “pues ¡ala!, buena subversión”. Me di cuenta de la hipocresía tremenda de la sociedad y de la desvalorización de la mujer, de lo más fantástico de la mujer.
M.L.: Eso te llevó a escribir a menudo acerca del mito de Eva. ¿Es el origen de todos los problemas de representación de la mujer occidental? ¿Es necesario cambiar esa imagen?
G.B.: Exacto.
M.L.: En su ensayo “Nacemos de mujer”, Adrienne Rich habla de la institución de la maternidad, de como el patriarcado asignó un papel a las mujeres y una imagen también de la normalidad de la buena madre. Hoy hay una gran diversidad de discursos acerca de la maternidad, tantas revistas y tantos libros de pedagogía que pretenden orientar a las madres en su papel. ¿Cómo ves hoy el modelo de la madre o la institución de la maternidad? ¿Cambió mucho desde Adrienne Rich y los años setenta?
G.B.: Yo creo que están volviendo a una especie de obsesión con la maternidad, que no lo entiendo muy bien. Pero me parece que es un poco para contrarrestar el rol más activo de la mujer. Se ha construido otra vez un modelo de maternidad que es absolutamente protector, la mujer metida en todo, inmersa en la vida del hijo y si no lo hace es criticada socialmente. Yo lo viví cuando Carlos y yo adoptamos a Adriana, mi hija chiquita, que tenía cuatro meses. Yo ya había tenido tres hijos y para mí, con Adriana, fue bellísimo, porque fue la hija que tuve cuando yo podía dedicarle más tiempo – no era como los otros hijos cuando yo había tenido que estar en la Revolución. Entonces yo me dediqué mucho a ella, pero también quería que Carlos fuera padre, porque en parte yo quería que él tuviera esa experiencia de la paternidad. Entonces él se hizo cargo de un montón de cosas y yo lo dejaba que se hiciera cargo. Por ejemplo, Carlos iba a todas las reuniones de los padres, donde solo había madres, iba a dejar a la niña a la escuela. Él iba a las cosas donde iban las madres y yo iba de vez en cuando, pero yo no iba tanto como él. Entonces también fue un ejercicio diferente de paternidad. Y yo veía que las mujeres no pensaban que era normal porque era él que iba a las reuniones etc.
También cuando yo me separé de Sergio, mi marido brasileño, y me fui con otro, con Modesto, yo estaba en ese momento tan mal emocionalmente, tan confundida, que yo dejé que Sergio se hiciera cargo de Camilo y me desgarró profundamente dejar que el niño viviera solo con él, pero dije “Yo no tengo el monopolio de la maternidad”, y él está en capacidad ahora para cuidarlo mejor que yo. Pero ahí entró el choque del ‘deber-ser’. Fue terrible la culpa. La culpa más espantosa. Cuando yo iba a estar con él y me iba de vuelta a mi casa lloraba todo el camino por cómo me sentía de mal. Hoy Camilo es un muchacho fantástico y no me arrepiento en ningún momento de que su papá lo haya criado todo ese tiempo que yo hubiera sido muy mala madre. Es magnífico el chaval. Pero de repente una vez él me dijo “Vos me dejaste solo”, y yo le dije “No, yo te dejé con tu papá”. ¿Te fijas cómo funciona el esquema? Yo nunca lo dejé solo, yo lo veía constantemente. Cuando se divorcian las parejas lo normal es que el niño quede con la mujer y él a su papá no le hubiera dicho: “Me dejaste solo”. Es una mirada hacia el rol de la mujer.
M.L.: En ‘Las fiebres de la memoria’ aparece el tabú de la ambivalencia de los sentimientos que las madres pueden tener para con sus hijos, porque no siempre el amor es constante. Hay mucho amor, pero también hay estrés, odio. Existe la imperfección del sentimiento materno. Para ti, como madre, ¿cómo fue sentir esta ambivalencia?
G.B.: No me problematizó mucho porque siento que es natural. Una cosa es si vos crees que tus hijos son una prolongación tuya, puede ser que sientas eso. Yo sentí que eran personas a las cuales les había dado la vida, pero no eran mías, eran otros. Entonces es lógico que a veces me caigan mal, porque son otras personas. Siento que el amor no puede ser siempre perfecto, porque somos todos diferentes. Hay momentos en que la otra persona, aunque la ames profundamente, te va a caer mal, te va a poner furiosa.
M.L.: Un tema bastante polémico para algunas feministas, sobre todo francesas, es el tema del instinto materno. Es algo que encontramos en tus novelas, incluso creo que en tus memorias hablas del nacimiento de tu primera hija, que era algo muy mamífero, muy animal.
G.B.: Creo absolutamente en el instinto materno. Yo lo sentí cuando tuve mi primera hija y cuando tuve mi segunda hija. Estuvo muy enferma, tuvimos que cambiarle la sangre. Era una cosa animal, era una cosa tremenda sentir esa protección, como de que no querer que la pincharan cuando le sacaban la sangre. Con todos mis hijos he sentido eso y yo creo que es lindísimo.
Mi hija, cuando tuvo su segunda hija, después de un parto difícil de muchas horas, recuerdo que me llamó por teléfono desde Londres después de dos días y me dijo “¡Mamá! ¿Por qué nadie me dijo que se sentía este amor? ¡Es que no me lo explicaste, es increíble lo que yo siento!”. Yo le había dicho. Pero ella era muy escéptica y con la maternidad fue cuando sintió esa fuerza, ese amor. ¿Pero cuál es la discusión polémica?
M.L.: En los ochenta, Elisabeth Badinter escribió un ensayo que se llama ‘L'amour en plus’, en el cual defendió la idea de que el amor materno sería una construcción social, un modelo imitado a partir de lo que se ve y de lo que no se ve. Ella hizo una investigación acerca de las relaciones maternas en los siglos XVII y XVIII en Francia. Percibió que las mujeres de la clase burguesa y de la nobleza no amamantaban a sus hijos y los dejaban con nodrizas de alquiler del campo y por eso morían muchos niños. Pero eso no les impedía a las mujeres de la ciudad parir y poner al bebé de nuevo con nodriza y no amamantar. Entonces ella se pregunta: Si existiera el amor materno, ¿cómo esas mujeres dejaron morirse a tantos hijos? Beauvoir lo enunció de otra forma en ‘El segundo sexo’ con la siguiente ecuación: si existe la mala madre, es que no existe el amor materno.
G.B.: Obviamente no todas las mujeres sienten lo mismo. Por eso al hijo lo apartan. Yo creo que en ese tiempo, en la construcción de la mujer, la maternidad no era lo más importante porque las mujeres tenían que apretarse con un corsé y ser bellas, como un adorno. Estaban más preocupadas por seguir siendo el adorno que por verse con enormes pechos dando de mamar. Creo que era una construcción al contrario, las ‘desmaternizaban’ para que siguieran cumpliendo el rol social de adorno, de ser perfectas para el marido, para el amante, eran cortesanas, ¿no? La construcción era la de la identidad sin instinto materno, porque las mujeres que eran nodrizas o las del campo no tenían que preocuparse por esa apariencia. Ésas seguían con su instinto maternal tranquilo.
M.L.: Me gustaría evocar algunas facetas de la maternidad, tema que ocupa un lugar privilegiado en tu obra narrativa y poética. Ahí aparecen muchos personajes de madres biológicas, madres de adopción, algunas cuidan de la función materna, otras no y hay, incluso, en la última novela, Charles Choiseul de Praslin, que es de cierta forma la madre de sus hijos. ¿La recurrencia del tema es parte de un proyecto global? ¿Es algo que viene de forma puntual en cada obra? ¿Piensas que hace falta hablar más de la maternidad como tema necesario?
G.B.: No, es como parte de la vida. Es como cuando me preguntan por qué el erotismo. Me dijo una vez un periodista de la prensa: “Usted escribe de sexo para vender”. Yo escribí de sexo desde antes de saber que iba a vender nada, pero no era del sexo. Para mí el erotismo es una cosa natural, realmente no tuve ninguna intención de escandalizar, escribí lo que sentía. Por ejemplo: cuando los personajes de una novela hacen el amor y sienten deseo sexual. Si estás hablando de alguien y lo seguís por un año, dos años, tres años; lo que sería extraño sería evadir esa parte de la vida de estos personajes. Entonces yo lo incluyo como parte de la vida del personaje y a veces es más fuerte que en otros, porque a veces el amor toma un papel más determinante, como en el caso de ‘El intenso calor de la luna’, por ejemplo. A propósito es una novela muy romanticona porque es como una especie de ‘burlita’ a Madame Bovary, a la concepción de la mujer que se enamora, para romper con el Charles de Emma. Por eso, el personaje de mi novela se llama ‘Emma’. Entonces es una especie de novela romántica, una parodia. Pero, claro, muy modernizada, porque el detonante de esta mujer es la menopausia.
M.L.: Gioconda, a la hora de escribir novelas, cuando surgió el tema de la maternidad, ¿en algún momento hubo una reticencia o un tabú, por ejemplo, con el aborto? En tus memorias, aparece tu propia experiencia del aborto en la novela ‘El país de las mujeres’, se legaliza lo que llamaste el “aborto inevitable”. ¿El aborto es un tema difícil de abordar?
G.B.: Sí, es porque yo creo que no es fácil para ninguna mujer. El aborto es como jugar a ser Dios. Porque aunque uno racionalice que estás clara de que es tu cuerpo, siempre está el instinto maternal, ahí juega también un papel animal, porque el instinto es conservar la vida.
M.L.: En tus novelas, ¿hubo en algún momento alguna reticencia en hablar del aborto por razones sociales o políticas?
G.B.: No, porque incluso yo hablo de mi propio aborto, lo difícil que fue.
M.L.: Otro tema que aparece mucho en tus novelas es el parto. El parto domiciliar de Sofía en ‘Sofía de los presagios’, el parto espectacular de la mítica Eva en ‘El infinito en la palma de la mano’... ¿Cómo surgió la idea del parto de Eva con todos los animales acompañándola? ¿Lo soñaste?
G.B.: No, fíjate que se me fue ocurriendo. Esa novela para mí es lo más lindo que yo he escrito. Había mucha fantasía, además yo iba viendo como desaparecía el paraíso y se iba esfumando. No sé cómo se me ocurrió. Ésa es la magia de la escritura, de la imaginación. El parto de Eva, cuando comienzan a aparecer todos los animales, es como la acompaña la naturaleza.
M.L.: La escena le da una dimensión casi sagrada al parto y a la maternidad. En la novela, el primer parto de Eva te lleva a hablar sobre como las mujeres tienen el poder de la vida. Eva es construida como la representante de la vida, pues ella tiene conciencia de su propio poder de dar la vida. En contraste está Adán, que representa el poder de la muerte y que siente celos delante de ese poder que Eva tiene. ¿Tú crees que los celos, por parte de los hombres, son la base de la misoginia actual? ¿La constatación de que no pueden dar la vida?
G.B.: En el libro ‘La sirena y el Minotauro’ se explica un poco el odio del hombre por la mujer. Tiene que ver con la parte no verbal de la infancia, de cómo el niño resiente depender de una mujer. Y esa dependencia que conoce y ha vivido en primera persona, la sociedad le enseña a romperla. Pero no la puede romper totalmente, hay una fuerza que no le permite romperla. La violencia, de alguna manera, es una forma de romper esa atracción, esa fuerza magnética que tiene la mujer para el hombre.
M.L.: De estas múltiples relaciones de la mujer, hay una que es particularmente estrecha en tu obra, que es la de la mujer con la tierra. Está el personaje de ‘Xintal’, que es una diosa o una bruja, que perpetúa saberes indígenas antiguos, como una especie de madre antigua.
G.B.: Es mi homenaje a las brujas. Estudié mucho sobre brujas para escribir ese libro. Sobre ceremonias, rituales, aprendí a leer el tarot con una bruja peruana divina.
M.L.: ¿Crees que es una figura necesaria en la actualidad? ¿Hay que rescatar la figura de la bruja?
G.B.: Sí, yo creo que hay una continuidad positiva y una continuidad negativa y, en el caso de la mujer, esa continuidad negativa hay que irla deconstruyendo.
M.L.: Llegando ahora a tu última novela, aparece el personaje de la noble ‘Fanny’, madre de nueve hijos que encarna otra faceta de la madre : la madre monstruosa, la “antimadre” como la llama Adrienne Rich. Parece que quieres sacar algunas de las últimas máscaras de la maternidad a través de Fanny. ¿Cómo surgió el personaje de la “mala madre”?
G.B.: Hay una contradicción. A mí, de las cosas que más me costó en esa novela, fue precisamente hacerla ahora. Me pregunté muchas veces si debía escribir esa novela ahora, por lo del #Metoo, por el momento en el que está la lucha de la mujer. Pero al final pudo más la historia que mi reticencia y pensé: “Bueno, también es importante hablar de estas cosas ahora para que no hagamos un monstruo del hombre tampoco”. Porque yo pienso que eso también es destructivo, pues hay muchos hombres buenos. Podemos todos sentirnos maldecidos porque también las mujeres modernas no son todas liberadas, o sea, hay mujeres terribles y hombres buenísimos. Uno como mujer tiene que tener claridad de que no estamos hablando de la mujer como un paradigma; la mujer es un ser humano, tiene derechos como ser humano, no porque es un paradigma de bondad y de virtud. A veces parece que parte del feminismo construye un paradigma bien contradictorio porque, por un lado, se construye la imagen de la mujer abusada, victimizada, pobrecita y, por otro lado, algunas veces las feministas se construyen a sí mismas de una forma muy masculina. Entonces es como si negaran su lado femenino. Yo pienso que hay un lado femenino, que no todo es construcción social. Vivan las diferencias. Como dicen los franceses, ‘Vive la différence!’.
M.L.: Sobre las heroínas-hijas de tus novelas – Lavinia, Viviana, Juana de Arco, Sofía, Melisandra etc. –, hay muchas hijas en tus novelas que repiten un esquema de carencia, abandono. Son hijas perdidas, huérfanas, que buscan algo. ¿Por qué tantas hijas sin madre en tus novelas?
G.B.: No lo sé, puede ser uno de mis demonios, pues mucho me han reclamado la culpa de mi maternidad, por no haber sido la madre que debí haber sido. Porque no fui la madre modelo, sino una madre diferente. Eso por un lado, pero por otra parte también es lo que yo sufrí. Porque mi mamá fue una filósofa de la maternidad, pero ella no fue una persona muy afectuosa. Mi papá fue sumamente afectuoso, entonces yo extrañaba mucho la madre más nutritiva. Ella me nutrió intelectualmente pero en términos de cariño, de ternura, de apapacho, eso me hizo falta.
M.L.: Otro aspecto muy importante que llama la atención es la maternidad positiva. En ‘El país de las mujeres’ hablas de la cuidadanía, de una sociedad guiada por la maternidad social, que es como una especie de utopía, un poder femenino, una ginocracia maternalista. Esta revolución política y social en torno a la maternidad, tal como aparece en la novela, ¿falta hacerla todavía?
G.B.: Sí, porque yo creo que es uno de los grandes problemas de la maternidad moderna. Creo que no hay los espacios apropiados para llevarla a cabo sin que se convierta en una carga, en un desgarro, en una contradicción con el potencial de la mujer. La mujer tiene que dedicar parte de su potencial a criar al niño. Yo pienso que si el colectivo funcionara de una forma diferente y la mujer pudiera tener una guardería en el trabajo o cerca de su casa – una guardería gratis, de manera que, cuando vaya a tomar café, también pueda ver al hijo –, que si está amamantando le lleven al bebé para que lo alimente, poder tener un lugar para amamantar y poder trabajar cubículos especiales para que, si el niño esté enfermo, poder llevárselo con ella... Si realmente te podés imaginar ese mundo construido para que la maternidad fuera no una carga para una parte de la especie, sino una función asumida por todos, como debería ser. Porque es fundamental para la reproducción de la especie, para su subsistencia.
Realmente es absurdo como está pensado actualmente, entonces, eso fue lo que quise plantear, porque tiene que haber una manera de resolver este problema. Un problema muy fuerte y triste, porque la gente que tiene más posibilidades de reproducirse, que tiene más condiciones, más educación, está optando por no reproducirse. Porque reproducirse implica negarse a una parte de la vida. Entonces estamos dejando la reproducción a la gente más pobre, que menos tiene condiciones adecuadas, o sea, realmente es un desbalance de la naturaleza, es absurdo y tiene que ver con la forma de organización social que tenemos.
M.L.: Eso te llevó a esa idea de la cuidadania... Lo que las mujeres aprendieron durante tantos siglos, sacarlo de la esfera privada y utilizarlo como valor central de las relaciones públicas.
G.B.: A mí me paso una cosa extraordinaria, que me llaman por teléfono un día de Bogotá, Colombia y me dicen: “Nosotros estamos haciendo un proyecto”, es la Bogotá Humana, esto durante la alcaldía de Gustavo Petro. La mujer que estaba encargada de la parte social se enamoró perdidamente de la idea de la cuidadanía – lindísima ella, se llama Teresa Muñoz Lopera –, me llamó y me dijo “Gioconda, yo quiero que vengas porque vamos a usar la Cuidadanía en Bogotá”. Entonces fui a Bogotá y te puedes imaginar lo que es ver carteles con la idea de la cuidadanía, todo el mundo hablando de la cuidadanía. Como ver de repente un sueño pasando de la ficción a la realidad, una cosa tremenda, y ella sigue hablando de la cuidadanía.
M.L.: ¿Sería humanizar las relaciones humanas y sociales con amorosidad?
G.B.: Esta novela parece una utopía, pero realmente no lo es, podría hacerse. Es lo que estaba hablando cuando digo: “Ahora muchas mujeres tienen mucho poder pero, ¿cómo lo van a usar para mejorar la situación de la mujer?”.
M.L.: Actualmente el movimiento feminista recibe las contribuciones del feminismo decolonial y del comunitario, experiencias y reflexiones de mujeres indígenas, como por ejemplo en Bolivia y Guatemala. Allí hacen la unión entre su propia experiencia comunitaria, ancestral, indígena y sus necesidades de mujer, a través de un feminismo adaptado a su cultura. Ellas dicen: “el feminismo blanco occidental urbano, es un tipo de feminismo, algunas cosas nos sirven, otras menos”. Eso me pareció interesante porque creo que es una pregunta que nos hacemos: ¿Será que, si una mujer llega al poder, va a cambiar todo? Está el ejemplo de Nicaragua con Rosario Murillo.
G.B.: Mira, en América Latina, desde los años noventa hubo como siete mujeres presidentes. En ninguna parte del mundo ha habido tantas mujeres presidentes. La primera fue en Nicaragua, después vino Bachelet, la Cristina Fernández, la Dilma Rousseff, la Mireya Moscoso en Panamá, la Laura Chinchilla en Costa Rica. O sea, es increíble. ¿Cómo puede una zona del mundo donde hay el mayor nivel de violencia contra la mujer y los hombres más machistas de repente elegir siete mujeres presidente? O sea, ¿cómo no ha pasado en los Estados Unidos o en Francia?, ¿me entendés? Yo pienso que tiene que ver con la dependencia maternal del hombre machista y la figura maternal de las mujeres. ¡Porque algunas eran maternales! Es interesante. Cristina Fernández no tanto, pero ella viene dada por el marido, ¿no? Violeta Chamorro era súper maternal y ella funcionó increíble. Yo hice una entrevista muy larga con ella, para la novela ‘El País de las mujeres’ y fue fantástico. Las anécdotas son geniales, pues es una mujer sencilla, de ‘Upper Class’, todo, pero era ama de casa. Entonces cuando se lanza a presidenta ella tiene que negociar la deuda con Rusia, con Boris Yeltsin. Entonces ella dijo que estaba sentada en la mesa, en un banquete – él era muy serio y ella no hallaba como abordarlo. Y empezó a verlo, a pensar y, de repente, le dijo: “Don Boris, ¿cómo se hace usted ese copete?”. Entonces él ya le comenzó a contar como se peinaba y no sé cuánto y, bueno... Le perdonó la deuda a Nicaragua.
Otro cuento todavía más genial que ése. La guerrilla salvadoreña había enterrado muchísimas cosas en Nicaragua, buzones de armas... Entonces cuando ella se hace presidenta tiene que hablar con ellos y decirles que saquen todo eso y que no lo iban a aceptar más en el país. Fue una reunión muy tensa con los dirigentes de la guerrilla y uno de ellos, que ahora se ha vuelto un experto en negociar paz, Joaquín Villalobos, estaba ahí en la reunión. Entonces ella se quedó mirándolo y se dio cuenta que el botón de la chaqueta estaba muy flojo y se le iba a caer, entonces le dijo: “Joaquín, dame tu chaqueta que yo tengo un costurero aquí en la presidencia”, y entonces mientras estaban hablando ella le comenzó a coser el botón. Se acabó la tensión. Se derritieron todos los hombres. Eso es algo que te da una idea de cómo las mujeres, cuando entran al poder normalmente, no se les ocurriría hacer eso. Porque niegan su lado femenino. Porque, para ser presidente, necesitas declarar que sos lo más hombre.
M.L.: Es el tema de ser igual, negando las diferencias.
G.B.: Como la Hilary Clinton, yo creo que ella perdió la presidencia porque no supo ser mujer. O sea, era neutra.
M.L.: ¿Tienes ya algún tema en vista para una próxima novela?
G.B.: ¡Sí, pero de mi próxima novela nada puedo contar!
M.L.: Gioconda, te agradezco infinitamente por tu participación y por haber aceptado abordar aspectos centrales de tu obra y de tu pensamiento.