1. Introducción
La presentación a los ojos del mundo de «300», film dirigido por Zack Snyder y producido por Warner Bros. Pictures, se hizo el 14 de febrero de 2007, fuera de concurso, en ese prestigioso escaparate europeo que es el Festival Internacional de Cine de Berlín; en dicho contexto, destacan las crónicas periodísticas del momento, el film fue ovacionado.
El 9 de marzo de 2007 se estrenaba en EE.UU. y, poco después, el día 23 se estrenaba en España. También en sala comercial el film resultó exitoso, pues en lo relativo a la recaudación, en su mercado de origen, durante su primer fin de semana habría conseguido obtener 70 millones de dólares, y en sus dos primeras semanas de exhibición habría alcanzado la cifra de 127 millones, lo cual lo convertía en el gran éxito comercial de 2007. Así mismo, habría superado los 5 millones de euros en su primer fin de semana de explotación en salas españolas, lo cual lo convertía también en el film más taquillero, en su estreno, desde «Piratas del Caribe: El Cofre del Hombre Muerto» («Pirates of the Caribbean: Dead Man’s Chest», Dir. Gore Verbinski, USA), estrenada en España 7 meses antes1. Por tanto, he aquí un film atractivo al gran público, pues constituyó la opción preferida, la mejor de las alternativas en el panorama cultural, para un amplísimo número de individuos.
El film en cuestión, toma como referencia la novela gráfica de idéntico título, obra de Frank Miller en lo que al guión y al dibujo se refiere, un autor consagrado que había abordado con anterioridad, también desde el territorio del cómic, las aventuras de superhéroes como Spiderman o Batman; mientras que la autoría del color correspondió a Lynn Varley. La obra fue publicada en 1998, en EE.UU., por el prestigioso sello editorial Dark Horse, en forma de serie integrada por 5 comic-books. Valorada en el universo del cómic por su tratamiento gráfico, narrativo y el relativo a los personajes, y valorada también desde el territorio cinematográfico, inspirando primeramente el film de Ridley Scott, «Gladiator» (USA, 2000), y poco después «300»; films de corte épico que nos sitúan en los orígenes de la civilización grecolatina, nuestros orígenes en tanto cultura.
Ahora bien, en referencia particularmente a «300», constituye una adaptación cinematográfica tal que ha desechado el recurso al discurso histórico, el cual habría constituido la garantía de verosimilitud de todo aquello que el film hubiera recreado. Sin embargo, ningún compromiso con el relato, históricamente fundamentado, de la batalla de las Termópilas (480 a.c.) acaecida durante las Guerras Médicas. Sus elecciones técnicas y artísticas discurren en sentido contrario, tal es el caso del efecto visual de carácter cromático que recorre la película, al que Snyder denominaría «crush», aplastamiento, que se traduce en la reducción del contenido de los negros de la imagen para así realzar la saturación de los restantes colores, lo que conduce a crear una atmósfera a todas luces inverosímil; a ello debe añadirse, desde el punto de vista escenográfico, la incorporación de fondos virtuales en la mayor parte del film. Nada se teje en el terreno de la verosimilitud histórica, del realismo, luego no puede decirse de «300», a priori, que constituya un género histórico, ni que el público haya asistido masivamente para revivir, de modo creíble, un hecho acaecido en la cuna de nuestra civilización. ¿Qué hay, pues, en el film «300» que ha hecho de su exhibición un acto multitudinario? Tal vez, y a pesar de todo, un hecho fundador.
2. La imagen: anacronismo y síntoma
Comencemos por plantear una noción posible de anacronismo; así, el Diccionario de la Real Academia Española (1992: 133),en su vigésima primera edición, sitúa su etimología en el término griego ἀναχρονισμός, y lo define como error consistente en suponer acontecido un hecho antes o después del instante en que sucedió y, por extensión, dícese de la incongruencia resultante de ubicar algo en una época a la que no pertenece. En sentido literal, el anacronismo es un descentramiento, una desviación que conduce a un sinsentido en la historia.
Pasemos ahora al territorio de la Teoría, desde donde el pensador francés Georges Didi-Huberman apelará al historiador Lucien Febvre en tanto éste se pronuncia en los años 302 en contra del anacronismo entendido como la intrusión de una época en otra. Apoyándose en la brecha febvreliana, Didi-Huberman lo define, entonces, como aquello que surge «en el pliegue exacto de la relación entre imagen e historia» (2008: 48-49), pliegue, doblez, desigualdad entre ambas allí donde se tocan, el anacronismo será el modo de definir la relación imagen-historia en tanto la primera se desvía, no resulta en esencia representativa de la segunda. En su esencia, la imagen resultará atemporal, eterna, ajena a la historicidad: «Quiero afirmar que su temporalidad no será reconocida como tal en tanto el elemento histórico que la produce no se vea dialectizado por el elemento anacrónico que la atraviesa.» (Didi-Huberman 2008: 48-49); luego la imagen se constituye como espacio de pugna entre su detonante histórico y su anacronía, esto es, su radical y esencial resistencia a ser reflejo de la historia.
El autor apela, en este sentido, a la ejemplaridad de la imagen cinematográfica, soporte de una anamnesis cronológica, una reminiscencia, un ejercicio de memoria al contrario del orden de los acontecimientos, por tanto, intrínsecamente anacrónica:
Ya estamos «precisamente allí donde se detiene el dominio de lo verificable», precisamente allí «donde comienza a ejercerse la imputación de anacronismo»: estamos ante un tiempo «que no es el tiempo de las fechas» (65). Ese tiempo que no es exactamente el pasado tiene un nombre: es la memoria (…) Es ella la que humaniza y configura el tiempo, entrelaza sus fibras, asegura sus transmisiones, consagrándolo a una impureza esencial. Es la memoria lo que el historiador convoca e interroga, no exactamente 'el pasado'. No hay historia que no sea memorativa o mnemotécnica: decir esto es decir una evidencia, pero es también hacer entrar al lobo en el corral de las ovejas del cientificismo. Pues la memoria es psíquica en su proceso, anacrónica en sus efectos de montaje, de reconstrucción o de 'decantación' del tiempo. No se puede aceptar la dimensión memorativa de la historia sin aceptar, al mismo tiempo, su anclaje en el inconsciente y su dimensión anacrónica (66). (Didi-Huberman 2008: 60)
El autor introduce dos cuestiones especialmente relevantes: por una parte, esa consideración de la memoria como aquello que humaniza el tiempo, e incluso diríamos que lo somete a una dimensión subjetiva; por otra parte, la consideración de que aquello que aleja a la historia del cientificismo es su carácter memorativo, su anclaje inconsciente y su dimensión anacrónica, pues en tanto la historia es capaz de crear ex novo cadenas significantes donde inscribir los hechos que relata, está introduciendo una impureza esencial, una mácula que apunta a su anclaje inconsciente, pues como en todo relato algo se hace oír, cierto «fermento de irracionalidad» (Didi-Huberman 2008: 65):
No es fortuito que todo el 'Elogio del anacronismo' de Nicole Loraux terminó replanteando la cuestión, todavía álgida, de saber qué hacer de Nietzsche y de Freud cuando se es historiador y, en particular, historiador de la Grecia antigua (87). Es evidente que Nietzsche y Freud no vacilaron en hacer un uso deliberadamente anacrónico de la mitología y la tragedia griega. Pero reprocharles este anacronismo como una falta fundamental –la 'falta histórica' mayor, el 'pecado más imperdonable de todos', es simplemente no escuchar la lección que este anacronismo impartía en el terreno mismo del pensamiento del tiempo, de la historia. Los anacronismos de Nietzsche no funcionan sin una cierta idea de repetición en la cultura, y que implican una cierta crítica de los modelos historicistas del siglo XIX. Los anacronismos de Freud no funcionan sin una cierta idea de la repetición en la psiquis –pulsión de muerte, represión, retorno de lo reprimido, après-coup, etc.–, que implican una cierta teoría de la memoria (Didi-Huberman 2008: 67).
Así pues, de cara al abordaje del discurso histórico cabe introducir una teoría del psiquismo inconsciente que implique, necesariamente, al síntoma. Ello permitirá reconocer el hecho histórico como sintomático de cierta latencia en el pasado, siendo así cómo el pasado llega al historiador, llega a encontrarlo en su presente, entendido éste como presente reminiscente (Didi-Huberman 2008: 152-153): algo del pasado le toca, hace mella en él, algo que late y precisa manifestarse, desencadenando un ejercicio de rememoración en el sujeto. En una cita a Walter Benjamin el autor expone que los hechos (die Fakten) del pasado no son cosas inertes susceptibles de ser halladas, aisladas y recogidas en un relato causal, sino que los hechos, dialécticos, paradójicos, emergen desde el pasado para situarse en la dimensión del recuerdo y tienen implicaciones en el presente:
La 'revolución copernicana' de la historia habrá consistido, en Benjamin, en pasar del punto de vista del pasado como hecho objetivo al del pasado como hecho de memoria, es decir, como hecho en movimiento, hecho psíquico tanto como material. La novedad radical de esta concepción –y de esta práctica– de la historia, es que ella no parte de los hechos pasados en sí mismos (una ilusión teórica), sino del movimiento que los recuerda y los construye en el saber presente del historiador. No hay historia sin teoría de la memoria: contra todo el historicismo de su tiempo, Benjamin no temió convocar los nuevos pensamientos de la memoria –los de Freud, los de Bergson, pero también los de Proust y de los surrealistas– dándoles el mismo lugar que a la epistemología histórica. (Didi-Huberman 2008: 154-155)
Pues bien, es aquí donde entra en juego nuevamente la cuestión de la imagen; Didi-Huberman (2008: 159), apelando a Benjamin, propone fijar la imagen de la historia en sus desechos. Los despojos tendrán un estatuto sintomático: eso que insiste en manifestarse, verdad reprimida de la historia, textura de las cosas (Sachgehalt), acaso lo real de la historia –diríase–, lo eventual, azaroso, impredecible, inacotable, imparable, inextricable y, a la postre, ininteligible –lo inconsciente de la historia. Ahí surge lo que Benjamin llama una imagen, en el punto originario y turbulento del hecho histórico, para mostrar la materia –lo real– de la que se compone; surge a modo de deíctico apuntando al núcleo de lo histórico. El autor echa mano, ahora, de Carl Einstein para negar el estatuto de copia o reflejo (de la historia) a la imagen, y aseverar su condición de encrucijada de funciones psíquicas que responden al modelo del quiasmo o de la hendidura (Didi-Huberman 2008: 286). De ahí que la representación visual sea considerada un síntoma, pues el inconsciente hace síntoma en ella, y en tanto tal la imagen-síntoma se manifiesta como malestar; esto implica abrir la imagen a los 'choques eficaces' y al 'traumatismo psíquico', hacer de la obra de arte un cristal de crisis, algo que surge como 'anormal' en la historia del arte (Didi-Huberman 2008: 287-288). Y eso anormal en la imagen, en la representación, y por ende, en la historia es lo que por nuestra parte denominaremos su dimensión subjetiva –convulsa y, en tanto tal, extraordinariamente productiva–, el anacronismo del que habla Didi-Huberman, responsable a su vez de su condición eterna, imperecedera, universal.
3. Pulsión y tarea civilizatoria
Didi-Huberman, a través de Benjamin y de Carl Einstein, ha introducido la presencia de lo inconsciente en la representación, en la imagen (de la historia). Por ello necesitamos acudir a la precisa lectura de la teoría freudiana de las pulsiones –eso que habita el inconsciente– que ha llevado a cabo recientemente el psicoanalista Adolfo Berenstein. Demos entrada, pues, al psicoanálisis, esa psicología del alma próxima en su teoría y en su práctica a la reconstrucción arqueológica de una verdad histórica. Hacer entrar en nuestra argumentación a una teoría del psiquismo, habrá de permitirnos llevar a cabo cierto trabajo arqueológico, cierto análisis arqueológico de la imagen, de cara a hacer aflorar esa verdad inextricable que ésta esconde y que hace, irremediablemente, síntoma.
Pues bien, para Freud la vida inconsciente se regirá por la relación dialéctica –alternancias, antagonismos y yuxtaposiciones– de la pulsión de vida y la pulsión de muerte. Todas las manifestaciones del inconsciente serán expresión de ese fondo pulsional: destino, fundamento y sostén de la vida, la pulsión de muerte es designada por el psicoanálisis como el eterno retorno, la repetición (Berenstein 2010: 32). Toda pulsión es una pulsión de órgano, lo que la arraiga en las profundidades insondables del cuerpo, su fuente y su retorno, de modo que el goce de la pulsión estará en el bucle de un movimiento sempiterno de retorno a su fuente (Berenstein 2010: 55-56). Y así, se establece un puente entre ese alma de fondo pulsional y la cuestión civilizatoria, pues la civilización resultaría, en parte, del trabajo generacional llevado a cabo sobre las pulsiones, consistente en atenuar o reorientar la tendencia –repetitiva, pulsional– a buscar el goce inmediato, con el fin de aprovechar su potencia poniéndola al servicio de la creación y la cultura (Berenstein 2010: 85). He aquí, entonces, que podríamos situar el arte, la representación, la imagen o el relato histórico, del lado del trabajo de la pulsión. Más concretamente, en el acto creador conducente a la generación de la imagen (de la historia) habría siempre un fondo pulsional introductor (responsable) del anacronismo –en términos de Didi-Huberman–, que haría de la imagen un hecho universal y eterno, un síntoma de la fuerza pulsional, y en tanto tal inasequible a la época, a sus cánones, aún cuando la materialización de esa imagen, a la postre, habrá sido el resultado de un trabajo generacional (sobre la pulsión).
La pulsión es, por tanto, un operador imprescindible en la concepción psicoanalítica del psiquismo: la fuerza que vincula lo más real del cuerpo –esa tendencia inacotable e inagotable– con las funciones simbólicas del pensamiento, un articulador de lo simbólico con lo real, y en esa medida, capaz de producir las sublimaciones más excelsas y las pasiones más sombrías. Se trata de un concepto bisagra, a caballo entre la función simbólica y lo real, entre el trazo de las representaciones y la organización somática. La pulsión define, pues, ese tránsito que hace el sujeto por el desfiladero que lo conduce de la Naturaleza a la Cultura; a través de la pulsión lo indomable de la Naturaleza penetra en la Cultura sosteniendo, a partir de entonces, el peso del mundo civilizado, mientras que la Cultura trabaja con las herramientas de la lengua, el arte, la ciencia o la historia, el impenetrable universo de lo real. La pulsión indica el pasaje repetido y continuo que conduce a la realización de los actos que separan lo humano de lo natural; trayecto de la intencionalidad biológica que se cruza, en el sujeto, con las cadenas significantes (Berenstein 2010: 69).
El proceso civilizatorio exigirá acotar la expansión del goce pulsional a favor de la emergencia del deseo, promover la función del discurso por encima del automatismo pulsional, hacer prevalecer el acto de la palabra sobre el pasaje al acto, permitir el dominio del tiempo del deseo sobre la inmediatez de la pulsión. El tempo del deseo constituye una dilación introducida por la dimensión de la palabra –la dimensión simbólica– sobre la fugacidad del goce pulsional. Sin la escritura del deseo la fuerza de la pulsión se liga a la muerte. Ahora bien, esa renuncia al goce efímero y, en ocasiones, mortífero de la pulsión conlleva una insatisfacción, un malestar en la cultura en términos de Freud, o en términos de Didi-Huberman, eso es lo que hace de la representación, de la imagen (de la historia) un hecho y una experiencia sintomática, esencialmente dolorosa, convulsa, pues lo real, lo pulsional –tanto como lo simbólico– la atraviesa.
En este preciso instante comparece, en la teoría freudiana, la cuestión de la prohibición –por tanto, de la Ley– como eso que designa a negativo lo sagrado, y con tal marca lo señala para el deseo. La prohibición será –por oposición a la pulsión– el trazo que alimente el deseo, o lo que es lo mismo, reconduzca la pulsión. Por el contrario, la transgresión, el quebranto de la Ley, constituirá un derroche dominado, en mayor o menor grado, por la violencia de la muerte y de la actividad sexual –pulsión de muerte, pulsión de vida. La palabra constituirá para el psicoanálisis el territorio de la Ley, frontera reguladora y lazo articulador. El Don de la Palabra, la palabra dada compromete al sujeto (Berenstein 2010: 185-186), obligándolo a responder por ella, y adquiere así un estatuto simbólico, y en tanto tal se constituye en acto creador –a diferencia del acto devastador–, matriz y soporte de la existencia, transformador de la realidad subjetiva –así opera, de hecho, el psicoanálisis, y por qué no decirlo, el arte, la representación, la imagen (de la historia). La palabra es, en la lógica de esta psicología del alma, el gran tesoro de la humanidad, fundamento del pensamiento y de la historia, legado de un acto de transmisión y de una deuda con el pasado. Y sin embargo, la palabra y la dimensión simbólica en la que se inscribe, sería eso que Didi-Huberman habría evacuado de su argumentación, si bien, gracias al psicoanálisis podemos resituarla como lo que vincula el hecho artístico, el acto de representación, la imagen (de la historia), a una cadena significante, a una cadena de sentido, lo que hace de sus quiasmos, de sus hendiduras, a pesar de todo, una contribución a la tarea civilizatoria.
Finalmente, estamos en disposición de replantear el estatuto sintomático de la imagen (de la historia), pues más que constituir el lugar donde lo pulsional y lo simbólico se concilian, sería el lugar de su agitado encuentro. En los términos del psicoanálisis podría plantearse del modo que sigue: como la pulsión debe continuar el camino marcado por las representaciones psíquicas, y abandonar su tendencia al goce en beneficio de la represión, ocasionalmente, con el objetivo de impedir el continuo choque entre pulsión y represión en un aparato psíquico dominado por la tendencia al equilibrio, la solución de compromiso, en la cual ni la pulsión impone su exigencia ni la represión acalla definitivamente la pulsión, será el síntoma, un acuerdo transitorio entre represión y retorno de lo reprimido (Berenstein 2010: 191). En este orden de cosas, la imagen-síntoma constituirá un hecho de supervivencia cultural, he ahí la razón de ser de su emergencia en la cultura3.
4. Una posible arqueología de «300»
Si nos atenemos a lo planteado hasta el momento, el film «300» constituye, todo él, un acto de reminiscencia, un acto de memoria de cierto hecho fundamental, de cierto hecho fundador, literalmente: de un acto de palabra que se hace oír desde el pasado. Y he aquí que el film se erige, de este modo, en imagen de la historia, profundamente anacrónica, pues enteramente subjetiva en su concepción, y en esa medida desesperadamente civilizatoria en este momento, en este estadio de la cultura, una cultura a la deriva, probablemente. Piénsese, por otra parte, que los historiadores que construyeron el protorrelato de la batalla de las Termópilas, ese primer legado hecho a la posteridad, nos referimos a Heródoto y a Diodoro de Sicilia, han hecho también, en parte, un acto de reminiscencia, a pesar de que les asista la razón histórica. A modo de ejemplo, en el relato de Heródoto está presente la magia, el vaticinio y lo sobrenatural, he aquí una ingerencia de 'su' presente en el hecho presentado:
Habían cruzado ya todos, y se disponían a emprender la marcha, cuando pudieron presenciar un gran prodigio, del que Jerjes hizo caso omiso, a pesar de que su interpretación resultaba más fácil: una yegua parió una liebre. El portento, en efecto, permitía una fácil interpretación en el siguiente sentido: Jerjes iba a acaudillar contra Grecia una expedición con suma arrogancia y boato, pero regresaría a su punto de partida corriendo, para salvar la vida. (Heródoto 2007: 50)
Diodoro de Sicilia, por su parte, se ha basado en el texto poético de Simónides escrito en elogio de los caídos en dicha batalla (Diodoro de Sicilia 2007: 162-163), luego su particular experiencia de un texto literario le habrá conducido a elaborar el relato de un hecho al que ha conferido estatuto histórico.
Por último, he aquí un ejemplo antitético con respecto a los dos anteriores, esta vez del desapasionamiento del discurso histórico actual, por tanto, de la forclusión operada más recientemente sobre lo subjetivo, que el historiador Richard Holmes nos permite reconocer, algo similar a lo que podríamos encontrar en Cartledge4, ambos se sitúan a esa justa distancia que evidencia, en buena medida, su descompromiso:
En la antigüedad, el paso de las Termópilas discurría entre el monte Calídromo y el mar, que desde entonces se ha retirado. Una fuerza que quizá unos 6.000 griegos, bajo el mando de Leónidas, uno de los reyes de Esparta, resistió al ejército de Jerjes durante tres días, hasta que un autóctono se ofreció para guiar a los persas a la retaguardia por un sendero de montaña. Informados de ello por desertores y exploradores, los griegos se dividieron, probablemente siguiendo órdenes: unos se retiraron y espartanos, tespios y tebanos permanecieron para formar la retaguardia. Es posible que los tebanos se rindieran en el último momento, pero el resto fue aniquilado. (Holmes 2011: 26)
Comenzaremos nuestro análisis partiendo de una consideración de Altheide, de quien no suscribimos nada, pero que, en este caso, nos permite definir bien el contexto que el relato plantea, el de la permanencia en la brecha, en el del brete, el del pasaje estrecho y convulso entre Naturaleza y Cultura: «Podría decirse que el progreso mismo ha sido promovido y cuestionado a un tiempo por un orden social orientado al riesgo» (Altheide 2012: 147). Ubiquémonos, pues, en una secuencia sita en la parte final del film, a la que denominaremos «Secuencia del Don»:
Plano 1. En la oscuridad de la noche, apenas iluminada por el resplandor de una hoguera, atravesado el silencio por el canto de los grillos, el Rey espartano Leónidas (Gerard Butler), que ocupa el centro del cuadro, se vuelve ligeramente hacia uno de sus súbditos, Dilios (David Wenham), a fin de proponerle un paseo; situado a la derecha del Rey (Padre), se trata de aquel de sus soldados que ha perdido un ojo en la última batalla contra el ejército persa –su condición de hombre semicegado augura que nos adentramos en el universo de lo invisible. En el gesto del Rey se reconoce que no es el paseo el motivo último de su orden. Leónidas sale de cuadro sin esperar, y Dilios accede y le sigue receloso: «Sí, mi señor», dirá, percatándose de la necesidad de alejarse del grupo. Los acordes musicales señalan lo crucial del instante. La cámara realiza un ligero movimiento hacia la izquierda centrando al resto de los trescientos que, al fondo, permanecen inmóviles, erguidos, mirando a fuera de campo, ese lugar por el que su Señor y Dilios se han ido. Comienza a oírse la voz de Dilios quien objeta la orden recibida, evidenciando así su valentía, pues dice estar listo para el combate.
P2. La música ha cesado, comienza a amanecer y el tiempo apremia. Tomado en primer plano frontal, Dilios se dirige a Leónidas airado, intentando desembarazarse de la orden recibida. La luz entra en cuadro por la derecha, el cielo está brumoso, de una textura similar al basto tejido que Dilios se ha colocado sobre el ojo cegado.
P3. En contraplano, pues están cara a cara, el uno frente al otro, se aprecia el rostro de Leónidas, en parte en penumbra, ya que tras él el cielo está más enturbiado. Con el suave oleaje como fondo –se encuentran al borde del acantilado, entre el estrecho paso de las Termópilas y el abismo, he aquí una buena metáfora del pasaje, del trazo entre Naturaleza y Cultura–, sin apartar la franca mirada de su súbdito, el Rey admite que Dilios está preparado para el combate, siendo uno de los mejores, sin embargo, posee un don que le hace singular, distinto a cualquier otro espartano: el don de la palabra, ese es el territorio que Leónidas desea salvaguardar y, por ello, Dilios debe irse, abandonando el espacio de la guerra y de la muerte.
P4. Tomado en contraplano, Dilios permanece inmóvil, expectante ante la revelación –toda una revelación– del Rey (Padre).
P5. Tomado en contraplano, Leónidas sonríe, benevolente con un Dilios que ocupa una posición filial, y de modo pausado enuncia su mandato: hacer llegar sus últimas órdenes al Consejo. Dilios será depositario de las palabras que han de legarse al Consejo; su última voluntad, su testamento, que habrá de transmitirse –a fin de comprometer a los gestores de Esparta– con fuerza y vehemencia. Y así, su palabra se manifiesta como soporte irrenunciable, en adelante, de la existencia espartana, de su pueblo y de su cultura.
P6. Contraplano de Dilios siempre en silencio, no hay aquí ningún contrato comunicativo, pues el Rey no aguarda respuesta, ni siquiera comprensión.
P7. Contraplano de Leónidas, que le mira confiado, sereno.
P8. (Fig. 1) Sobre un amanecer que el director de fotografía Larry Fong ha planteado en los términos de un claroscuro ejemplar, y que refleja bien la dualidad entre sombra y luz, naturaleza y cultura, quedarse para morir e irse para establecer, a través de la palabra, un lazo articulador entre la muerte y la continuidad de la vida –la supervivencia (de una cultura)–, entre el acto destructor y el acto creador (de la palabra); en esa tesitura, la cámara, en plano general, encuadra a ambos que, al filo del paso de las Termópilas, ocupan el centro del acantilado, la brisa agita levemente sus capas. Leónidas sujeta fuertemente por los hombros a Dilios –su relator–, el cual ha aceptado ya su destino, y es entonces cuando Leónidas enuncia su legado al Consejo, un relato que habrá de hacer historia: «Cuéntales nuestra historia, que todo griego sepa lo que aquí sucedió», el relato que establecerá una deuda con un acto de heroicidad, un relato que habrá de comprometer a su pueblo, así como instituirse en soporte de su existencia, ¿no es éste el fin último de la narrativa histórica?
P9. La cámara se aproxima a Leónidas, sus manos apostadas todavía en los hombros de Dilios, sonríe y prosigue: «Tendrás una gran historia que contar». Con gesto solemne, hace una breve pausa y acaba: «Una historia de victoria».
P10. Contraplano de Dilios, quien interviene para preguntar extrañado: «¿Victoria?».
P11. Contraplano de Leónidas que guarda silencio sosteniendo la mirada de su súbdito, pues no hay nada que explicar, ni que entender, tan solo un enunciado opaco, denso.
P12. Contraplano de Dilios, que asiente: «Sí, mi señor». El Rey le aprieta con fuerza, aprobando su respuesta, pues la revelación de una verdad ha tenido lugar: morir será vencer.
P13. Contraplano de Leónidas, que le suelta, mientras inclina la cabeza hacia el suelo y desvía por primera vez la mirada. Reina el silencio, sólo interrumpido por el suave oleaje.
P14. Contraplano de Dilios que vuelve la cabeza y la mirada a su Señor, y titubeante pregunta: «Señor, ¿algún mensaje…?».
P15. Primerísimo primer plano de Leónidas, cuyo rostro ocupa ahora todo el cuadro. Éste fija sus ojos en Dilios, pues algo se ha planteado en el territorio de lo íntimo, el Rey levanta la cabeza y con gesto altivo, pregunta con rotundidad: «¿Para la Reina?».
P16. Contraplano de Dilios, quien asiente.
P17. La cámara, en ligero contrapicado, se centra en el rostro de Leónidas, quien se dirige a su interlocutor con esa mirada franca, pero vuelve su rostro a fuera de campo, demorando la respuesta, y por fin, llevándose la mano al cuello, tira ligeramente del colgante que porta, dado por la Reina Gorgo (Lena Headey) en su partida de Esparta(fig. 2)5; mira de nuevo a Dilios, y con una inclinación de cabeza, le indica que lo recoja (fig. 3). A diferencia del anterior legado, no ha mediado en éste ninguna palabra: he aquí el objeto en el que se materializa el deseo más íntimo, 'su' deseo.
P18. (Fig. 4) La cámara, en posición frontal, ofrece un plano detalle de las manos de ambos en el acto de entrega, estrechándose fuertemente, sellando el compromiso, he aquí su dimensión simbólica. Manos ásperas, ennegrecidas, robustas, donde sustentar la donación.
P19. Tomado en primer plano se muestra a Leónidas cabizbajo, orientado su rostro hacia fuera de campo, hacia ese lugar donde ella –la dueña de su deseo, y el deseo tiene objeto, como hemos podido apreciar– le aguarda, y por fin con la cabeza erguida afirma: «Ninguno que haya que enunciar», he aquí el acto de clausura del Rey en el territorio de su intimidad. Luego, mirando a Dilios, asiente con rotundidad, el guerrero debe irse.
P20. Contraplano de Dilios quien, mirando a su señor fijamente, asiente también. Sólo interrumpe el silencio la música que señala lo escabroso de la situación. Dilios sale de cuadro, mientras Leónidas permanece, impertérrito, mirándole, marcando con firmeza la frontera de contención que a partir de ahora representa.
P21. Contraplano de Leónidas, que apenas se gira, sólo su mirada sigue a Dilios mientras sale definitivamente de cuadro. La cámara reencuadra al Rey, solo ante su destino.
P22. Un plano general picado con gran profundidad de campo, reproduce lo que ve Leónidas: el abandono de numerosos guerreros, no espartanos, que caminan cabizbajos por un desfiladero –el que conduce de la naturaleza a la cultura–, un fuerte claroscuro domina el plano. En off, el narrador comienza, pausado, su relato: «Cientos se marchan».
P23. Tomado en plano medio corto, Dilios avanza. Es el último de aquellos que abandonan. La mirada perdida. Tras él, al fondo, sobre una colina, el grupo de los trescientos que se quedan, sus lanzas en alto, y en cabeza Leónidas. En off el narrador continúa: «Unos pocos se quedan…», Dilios vuelve la cabeza: «Sólo uno mira atrás», luego les da la espalda, pensativo vacila y, finalmente, encara su destino, saliendo de cuadro.
Aquí finaliza la primera secuencia analizada, que será sucedida por otras hasta llegar a aquélla en la que continúa tejiéndose la cadena (simbólica) a través de la cual se transmitirá el otro don, el deseo de Leónidas hacia su Reina y hacia el fruto de ambos, su hijo. He aquí, pues, la secuencia relativa a la «Transmisión del deseo»:
P1. Comienza a vislumbrarse la figura de la Reina, esposa de Leónidas, tomada en plano medio corto. Mira a fuera de campo, a ese horizonte incierto, con gesto expectante. El marco es incomparablemente bello: un trigal espeso y dorado, una inmensa llanura bajo un cielo cubierto de nubes oscuras, espesas, y claros cegadores. Una brisa suave agita su pelo, como agita también el trigo. En toda la secuencia suena «Message for the Queen» de Tyler Bates, el autor de la banda sonora del film. Ella se gira con un movimiento ralentizado –así será también en toda la secuencia, lo que le otorga cierto tinte onírico–, para colocarse casi frontalmente, sin apartar su mirada del horizonte, pues alguien se aproxima.
P2. Un gran plano general sobre el espeso trigal, mientras amanece y las nubes se desplazan ligeramente, permite ver cómo la Reina, inmóvil, recibe a Dilios que se acerca caminando.
P3. El plano se ha cerrado y se pueden ver en detalle las espigas de trigo agitadas suavemente por la brisa. La cámara se ha situado detrás de la Reina, que ahora es apenas una silueta hacia la que, lentamente, pues el tiempo pesa, Dilios se dirige.
P4. La cámara se ha situado frontalmente mostrando el rostro de la Reina, Dilios entra en cuadro y ella, con gesto temeroso, no cesa de mirarle. No pregunta nada, pero enseguida sabe –sabe de lo real de la muerte del Padre, de su amado, sabe de la verdad–, aparta entonces sus ojos del rostro del guerrero, mientras su mirada se pierde en la inmensidad.
P5. Tomado en contraplano, Dilios mantiene la mirada fija un instante, pero pronto la retira apesadumbrado. En el cielo se han intensificado los nubarrones.
P6. Primer plano de la Reina que, de nuevo, mira fijamente a Dilios, esbozando tal vez una esperanza, hasta que por fin aparta su mirada (fig. 5). En ningún instante la sobriedad de ambos se ha quebrado, así se enfrentan a lo afilado de su destino, con gallardía.
P7. (Fig. 6) Entonces, tomada en plano detalle, entra en cuadro la mano de Dilios, quien ahora ocupa en el plano el lugar antes ocupado por Leónidas, situado en el lado derecho ofrece algo a la Reina sin mediar palabra. La mano de ella entra en cuadro por la izquierda, como antes lo hiciera la mano de Dilios, y éste deposita sobre aquélla el colgante otorgado por Leónidas, cierra con cuidado la mano delicada de su Reina y la aprieta ligeramente sellando la entrega, al igual que su compromiso.
P8. El rostro de la Reina es tomado en primer plano, cabizbaja observa eso que le ha sido devuelto, el gesto compungido, sólo aparta fugazmente la mirada de su mano para agradecer a Dilios, apenas con una mueca, la entrega del legado.
P9. Un primer plano del rostro de Dilios, que la mira, permite advertir que quizá fuera a decir algo, pero finalmente no pronuncia palabra alguna, «ninguno que haya que enunciar»; y sin embargo, todo el acto, en tanto simbólico, ha estado repleto de sentido.
P10. Contraplano de la Reina que mira fijamente a Dilios esbozando un gesto de desesperación. Pero no hay lugar para el consuelo, sino para el duelo; aquél ha de proseguir su camino, cumpliendo lo que su Rey le ha pedido: el relato ante el Consejo de una gesta, cierta verdad, de la cual los espartanos se harán deudores, he aquí el sentido último, la razón de ser de todo relato histórico, de toda historia narrada.
P11. La cámara, en ángulo lateral, ofrece un plano detalle del brazo y la mano de la Reina, quien acerca el colgante a su corazón, apretándolo fuertemente. Dilios, portando su escudo, la rebasa.
P12. Tomado en plano medio frontal, el guerrero avanza hacia la cámara sin mirar atrás. Al fondo la Reina, erguida, de espaldas, su rostro dirigido al horizonte, ese lugar por el cual Dilios ha venido, trayendo consigo un objeto y un relato, ese lugar en el que ha tenido lugar el acto sacrificial del Rey.
P13. Un plano general abierto permite advertir que por la senda que atraviesa Dilios, a través del trigal, aparece –por la izquierda del cuadro– el hijo de Leónidas, Pleistarco (Giovanni Cimmino), corriendo hacia su madre. El guerrero se detiene y se vuelve para mirarlo, su madre, al fondo, continúa apostada en el mismo lugar, vuelta hacia el horizonte.
P15. (Fig. 7) Madre e hijo son tomados en plano medio, sobre ese precioso marco integrado por el trigal, las montañas y el cielo. Ella, que mira al horizonte mientras agarra con firmeza el colgante, no advierte la llegada del niño hasta que éste se abraza a su cintura. La madre le rodea, entonces, con el brazo que le queda libre y acaricia su espalda, hasta que se vuelve hacia el niño y sujetándole casi a la altura de los hombros, se arrodilla, colocándose a la derecha del cuadro, el niño a su izquierda, ambos de perfil se miran fijamente. Así se reproduce la tópica del acto de donación por tercera vez –lo cual remarca su carácter simbólico–, así se han engarzado los eslabones de la cadena de transmisión del símbolo del amor y la lealtad de un Rey (Padre) a su Reina (Madre), y a través de ella, a su Hijo, a quien se señala de este modo –a través del legado simbólico– como futuro rey de Esparta; he aquí el acto simbólico, del Padre y de la Madre, evidenciado como acto creador.
P16. La cámara toma a ambos en primer plano. Se advierte el gesto de dolor de la Reina, que mueve la cabeza a un lado y a otro, en ademán de negar la verdad –la verdad de lo real, de la muerte del Padre y la verdad del deseo del Padre– de la que se está haciendo cargo.
P17. (Fig. 8) Un plano medio corto de la Reina arrodillada permite advertir, ahora, su gesto solemne y delicado a la vez, al colocar a su hijo el colgante en el cuello, a modo de envestidura del nuevo Rey.
P18. Contraplano del niño que, con aire de seriedad, ha fijado la mirada en su madre, si bien cierra fugazmente los ojos en señal de aceptación del legado.
P19. La cámara toma a ambos de perfil en plano medio largo: continúan en la misma posición, ella sujeta a su hijo por los hombros, en los dos se advierte un gesto de padecimiento, entonces se abrazan, mientras la cámara se aproxima ligeramente, un abrazo de amor inmenso que sella la donación.
P20. La cámara toma de perfil y en plano medio a Dilios, que ha sido testigo del acto de transmisión, de su clausura. Al fondo, madre e hijo bajo un cielo cubierto de nubarrones. El guerrero se vuelve hacia la cámara para proseguir su camino, pensativo, mientras en off se escucha ya el relato que transmite al Consejo –todo se ha cumplido según la voluntad del Rey-Padre–: «Recordadnos. La más sencilla de las órdenes que puede dar un rey.»
P21. Tomado en un plano más abierto que el anterior, Dilios continúa su camino, y en off seguimos escuchando su relato: «Recordad por qué morimos»; o lo que es lo mismo, recordad que nuestra muerte, nuestro sacrificio, tiene sentido, ha merecido la pena, y así, estáis en deuda con vuestro pasado, con nuestra gesta. Dilios abandona el cuadro.
La secuencia finaliza aquí. Avanzado un poco más el film, se muestra por primera vez a Leónidas yacente (Fig.9), en uno de los planos finales, tomado en ángulo cenital. Su rostro ligeramente ladeado, los brazos extendidos, su cuerpo semidesnudo cubierto de flechas, manifestación de la materia inerte y del dolor, apunta hacia el icono del martirio de San Sebastián, evidenciando la dimensión sagrada de esta(s) muerte(s). Leónidas ocupa el centro del cuadro –punto de fuga de la mirada, centro reconocible en el caos de cuerpos yacentes–; un movimiento de retroceso permite advertir que está rodeado de sus trescientos, sus escudos, sus lanzas, en una sobrecogedora combinación de rojos, ocres, dorados, grises y negros. En off puede oírse el relato de Dilios a la posteridad, mientras suena «Remember us» de Tyler Bates, he aquí el acto sacrificial que merece, que debe, ser recordado, he aquí el hecho de historia por antonomasia: «Esa era su única esperanza. Que cuando toda alma libre llegue a aquel lugar, en los innumerables siglos que estén por llegar, que todas nuestras voces, desde las piedras milenarias le puedan susurrar. Decidles a los espartanos, caballeros, que, por la Ley espartana, aquí yacemos. Y así falleció mi Rey, y también mis hermanos.» He aquí el legado civilizatorio de los griegos: el escrupuloso acatamiento de la Ley que funda la cultura.