1. La naturaleza del silencio. Qué es el silencio
El silencio surge con la interrupción o ausencia de un discurso sonoro. Sin dicho discurso –una melodía, una palabra pronunciada– no hay posibilidad de tal interrupción. En principio, intentar un estudio del silencio en las artes plásticas puede resultar paradójico. Lo visual no es en absoluto silencioso, puesto que el silencio necesita de su contrario, el sonido, para manifestarse. Sólo si reducimos nuestro análisis al aspecto temático, por ejemplo, una imagen en la que dos individuos no hablan, es decir, en la que se hace referencia a la interrupción del discurso sonoro, podríamos hablar de silencio. Sin embargo, este silencio es de naturaleza narrativa, pero no plástica.
El análisis de un silencio visual implica considerar de antemano ciertas equivalencias. Como ya hemos explicado, el silencio es la negación del habla o del sonido. Refiere a lo que falta, a lo que se ha omitido. Es análogo al vacío, que es la negación de lo visual, es decir, una interrupción en el discurso plástico. Desde esta perspectiva podemos establecer numerosas correspondencias con otros lenguajes artísticos: silencios plásticos, gestuales o textuales, esto es, ausencias de los elementos que construyen un discurso específico. El silencio, el vacío, la elipsis, expresan modos de la negación –el no-sonido, la no-materia, la no-palabra–, comparten el sema de la ausencia. Así podemos referirnos al silencio como un vacío sonoro, y también hablar del vacío como un silencio matérico.
Si el silencio se pone de manifiesto cuando hay una ausencia o una interrupción, hasta cierto punto podemos afirmar que no es. El silencio es un hueco, una nada dentro del discurso. Por supuesto, esta interrupción es significativa, tanto como las 'partes visibles'. Y, como es lógico, dicho significado varía según el contexto en el que se da esta ausencia.
En la obra que vamos a analizar en este artículo, las Cajas metafísicas de Jorge Oteiza, el silencio escultórico es el núcleo significativo, es decir, la omisión de la materia va a ser la esencia de la escultura, y la materia, lo visible, un mero accesorio. Este vacío oteiziano remite simbólicamente a la nada.
2. Lo heterogéneo en absoluto
Ahora bien, qué es la nada. ¿Acaso podemos pensar o decir aquello que no es en absoluto? Parménides nos dice lo siguiente: «Es necesario pensar y decir lo que es, pues es posible ser mientras que a la nada no le es posible ser» (Parménides 1996 : 127). La imposibilidad de pensar la nada radica en su propia ininteligibilidad, puesto que la nada, no siendo, no puede conceptualizarse, es decir, reducirse a una imagen mental.
La nada se encuentra más allá del objeto, más allá de lo ente: «[…] la nada es la negación de la totalidad de lo ente, lo absolutamente no-ente» (Heidegger 2014 : 24). Si no es factible concebirla o imaginarla porque, de hecho, no es, tampoco podrá ser objeto de pensamiento, pues sólo lo ente es susceptible de conceptualizarse. Aparentemente, el mero intento de una hermenéutica de la nada es en sí mismo contradictorio:
En este preguntar ponemos de antemano la nada como algo que es así y asá, esto es, como algo ente. Pero precisamente resulta que es absolutamente diferente a eso. El preguntar por la nada –qué y cómo es– convierte a lo preguntado en su contrario. La pregunta se priva a sí misma de su propio objeto. Como consecuencia, toda respuesta a esta pregunta es imposible ya de suyo […] Pregunta y respuesta son igual de contradictorias en relación con la nada (Heidegger 2014 : 22-23) [subrayado del autor].
Sin embargo, que la nada no sea un objeto, que sea, de hecho, el no-objeto, implica tan sólo que no debe abordarse de forma racional, es decir, de la misma manera en que se plantearía el análisis de lo ente:
Puesto que se nos prohíbe de modo general convertir a la nada en objeto, ya hemos llegado al final de nuestro preguntar por la nada, siempre que presupongamos que en esta pregunta la «lógica» es la instancia suprema, el entendimiento es el medio, y el pensar, el camino para captar la nada de modo originario y decidir sobre su posible desvelamiento (Heidegger 2014 : 24).
Heidegger abre aquí la posibilidad de cuestionarse sobre la nada siempre y cuando se haga desde una perspectiva no racional que, necesariamente, implica aproximarse a ella de modo fáctico. Es decir, se establece una marcada diferencia entre pensar la nada –algo que, como ya hemos dicho, no es posible, puesto que la nada no es ente, sino todo lo contrario, y, en consecuencia, no puede conceptualizarse– y experimentar la nada. Este ser separado de todo ente, esta experiencia de la alteridad respecto a lo ente, no es sino la trascendencia. Suspendido en la nada, en donde tiene lugar la manifestación del ser, el hombre trasciende lo ente:
Ser-aquí significa: estar inmerso en la nada. Estando inmerso en la nada, el 'Dasein' está siempre más allá de lo ente en su totalidad. Este estar más allá de lo ente es lo que llamamos trascendencia (Heidegger 2014 : 24).
La nada es lo totalmente heterogéneo al hombre, 'lo otro', aquello que no puede en absoluto comprenderse, ni concebirse, ni tampoco ser objeto del pensamiento, y que despierta, en consecuencia, un sentimiento de terror o asombro:
[…] no es sino la expresión de la otredad, de esto Otro que se presenta como algo por definición ajeno o extraño a nosotros. Lo Otro es algo que no es como nosotros, un ser que es también el no ser. Y lo primero que despierta su presencia es la estupefacción (Paz 1986 : 129) [subrayado del autor].
Alejada absolutamente de toda posibilidad de interpretación noética o sensorial, la nada es así lo sagrado por excelencia, lo numinoso en sumo grado, pues «el misterio religioso, el auténtico 'mirum' es […] lo heterogéneo en absoluto» (Otto 1965 : 42):
El objeto realmente misterioso es inaprehensible e incomprensible, no solo porque mi conocimiento tiene respecto a él límites infranqueables, sino además porque tropiezo con algo absolutamente heterogéneo, que por su género y su esencia es inconmensurable con mi esencia […] (Otto 1965 : 44).
En ese instante en el que tiene lugar la experiencia de la nada –del no-ser– es cuando el hombre percibe los límites del ser –la nada del ente, lo no-ente–, esto es, el estado extático trascendente.
3. El fundamento sagrado
Simbolizar la nada a través del arte implica trascender el lenguaje –la comunicación– con los elementos que ese mismo lenguaje proporciona. Por decirlo de otro modo, llevar a cabo un acto de no-comunicación con las herramientas que el individuo utiliza para comunicarse. En definitiva, crear una obra vacía de todo contenido, de todo significado, desvinculada de lo ente, algo que, en principio, puede resultar paradójico.
Desemantizar los significantes supone situarse en un espacio virgen, previo a la conceptualización de lo ente, esto es, previo al propio lenguaje. Simbolizando la nada, el creador rememora un universo preterracional, anterior a la fundación del mundo. La negación del concepto simboliza el espacio que acoge a lo ente, es decir, el ser –lo no-ente–. De este modo, el lenguaje pierde su carácter mediador, comunicativo, ya no refiere a esto o a lo otro, sino que está más allá de cualquier realidad pensada.
Esta obra de arte que remite a la nada, y a la que podríamos denominar objeto poético negativo, religa al hombre con su fundamento, con el ser: «La función sagrada del arte quizá no sea otra que la de crear un vacío en el cual el hombre pueda percibir la trascendencia» (Dupré, Louis, Simbolismo religioso, in : Vega, 2005 : 26).
3.1. La consagración de la escultura
Oteiza considera que la esencia de cualquier objeto artístico reside en su aspecto sagrado, esto es, en que es ajeno a la realidad mundana. En la escultura de Oteiza hay una con-sagración, un acto para escindir el objeto de lo común y que devenga así escultura. El objeto en sí sigue estando presente, pero es también lo 'ganz andere'1, aquello que no nos muestra dicho objeto, su propia materia, sino lo sagrado, lo que está más allá de sí mismo:
Se trata siempre del mismo acto misterioso: la manifestación de algo «completamente diferente», de una realidad que no pertenece a nuestro mundo, en objetos que forman parte integrante de nuestro mundo «natural», «profano» […]. Al manifestar lo sagrado, un objeto cualquiera se convierte en otra cosa sin dejar de ser él mismo, pues continúa participando del medio cósmico circundante (Eliade 2014 : 15) [entrecomillado del autor].
La manifestación de lo sagrado es la hierofanía2. Este acto de consagración implica una intencionalidad por parte del hierofante –el creador, el escultor–, que otorga al objeto una nueva función. La sacralización de este objeto supone, además, su acceso a la inmortalidad, puesto que a partir de ese momento forma parte de un mundo en donde la dimensión espacio-temporal no se ajusta a los criterios 'normales'. La manipulación de un entorno con fines estético-religiosos tiene por objetivo trascender dicho entorno. Así, el producto resultante es indefinidamente:
Una piedra, entre tantas otras, llega a ser sagrada –y, por tanto, se halla instantáneamente saturada de ser— por el hecho de que su forma acusa una participación en un símbolo determinado, o también porque constituye una hierofanía, posee mana, conmemora un acto mítico, etc... El objeto aparece entonces como un receptáculo de una fuerza extraña que lo diferencia de su medio y le confiere sentido y valor. Esa fuerza puede estar en su sustancia o en su forma; una roca se muestra vulnerable, es lo que el hombre no es. Resiste al tiempo, su realidad se ve duplicada por la perennidad (Eliade 2013 : 16).
En los antiguos ritos religiosos, la actuación del hombre sobre la naturaleza tenía una dimensión sagrada, pretendía el acceso del individuo a un espacio que lo protegiera del universo, del tiempo, siendo el objeto consagrado –amuleto o tótem– la puerta de acceso a este mundo. La cultura vasca, esencial para fundamentar el ideario estético de Oteiza, sigue los mismos patrones mítico-sagrados de otras civilizaciones ancestrales, siendo el árbol y la piedra los símbolos característicos de la inmortalidad:
[…] la piedra, junto al árbol, representa el paisaje, es un símbolo de la permanencia, representa una forma de ser y estar, del seguir estando, del resistir. Las piedras son las primeras estatuas que se inauguran con una necesidad protectora […] El silencio, la quietud, la dureza, la densidad y el peso de la piedra trasmiten una gravedad que relacionan con lo divino […]. A través de la piedra conectan con los orígenes del territorio; es una puerta o túnel que lleva a otros tiempos, cuando sobre las leyes y los límites escritos por el hombre se encontraban las leyes de la Naturaleza (Zuaznabar 2006 : 33).
Lo real permanece, no sufre variación. La necesidad de sacralizar el mundo nace del deseo de inmortalidad, de la angustia existencial ante la muerte:
[…] lo real por excelencia es lo sagrado; pues solo lo sagrado es de modo absoluto, obra eficazmente, crea y hace durar las cosas. Los innumerables actos de consagración –de los espacios, de los objetos, de los hombres, etc…- revelan la obsesión de lo real, la sed del primitivo por el ser (Eliade 2013 : 24).
En las Cajas Metafísicas, obra que analizaremos seguidamente, Oteiza lleva a cabo un acto de sacralización del acero y, fundamentalmente, del espacio interno de la propia caja. Ese espacio es la hierofanía que remite al lugar sagrado por excelencia, a lo heterogéneo en absoluto, a la nada, donde tiene lugar la manifestación del ser. El objeto poético negativo es la puerta de entrada a un receptáculo en donde el hombre puede ser estéticamente aquello que no es en el mundo profano: perenne, inmortal. El análisis de la obra de Oteiza exige una hermenéutica del vacío, del silencio de la materia, en la que se establecen los nexos entre el objeto consagrado y la nada que el propio objeto contiene de forma simbólica.
3.2. La inmortalidad estética
La obra de Oteiza pretende la re-creación de un no-lugar sagrado, al que sólo puede accederse simbólicamente. En este no-lugar se manifiesta el ser, es decir, se habita el instante de forma continua, puesto que no puede haber tiempo donde no hay espacio:
[…] el claro es un lugar vacío, sitio sin sitio, un no-lugar, un centro que nos remite a un aislamiento del sujeto de sus circunstancias, a una ruptura de la cotidianidad, a un hueco hecho en la continuidad de la conciencia y en la linealidad del transcurrir temporal donde se da el acontecimiento del encuentro entre el alma y su ser, entre el ser y la vida (Gómez Blesa 2014 : 93).
Ambas dimensiones, espacio y tiempo, están intrínsecamente relacionadas. La consagración del espacio conlleva la paralización del tiempo, su indefinición, y la manifestación del ser de forma absoluta: «Para el acceso al ser el ser mismo debe estar colocado fuera del tiempo y, por lo tanto, fuera del espacio» (Eckhart 2006 : 60). Se trata, por lo tanto, de un vacío para la protección del hombre, para su inmortalidad, en definitiva, para la desaparición de la angustia existencial.
De algún modo, la elección de cajas abiertas como forma escultórica, cajas protectoras, implica la idea de inclusión, de entrada. Sin embargo, el hecho de acceder a la escultura hemos de entenderlo aquí como una proyección del observador en el objeto observado, una traslación del hombre en la escultura. El estado de trascendencia exige un abandono del propio cuerpo:
Se 'habita' en el cuerpo de la misma manera que se habita en una casa o en el cosmos que se ha creado uno a sí mismo. […] todos estos cosmos, cada cual según su modo de ser, conservan una 'abertura', cualquiera que sea la expresión escogida por las diversas culturas […] De un modo u otro, el cosmos en que se habita —cuerpo, casa, territorio tribal, este mundo de aquí en su totalidad— comunica por lo alto con otro nivel que le es trascendente (Eliade 2014 : 129).
El vacío que genera la geometría, la nada del acero, es genuinamente sagrado: no puede tocarse, no puede habitarse u ocuparse en el sentido literal de la palabra. Sólo se accede a él de modo estético. Se trata de un espacio receptivo. No es esta una escultura expresiva, proyectada hacia el exterior, centrífuga. La obra no llega al espectador, sino que ejerce una atracción sobre él, como un vórtice.
[…] en la obra de arte concebida como desocupación espacial, el espacio se opone al tiempo de la realidad formal, se desarma el mecanismo de la expresión, el espacio se aísla y se hace receptivo […]. Estéticamente, este espacio receptivo que pone al hombre fuera de su realidad temporal, es el espacio religioso (Oteiza 2005b : 94).
Como ya hemos apuntado antes, en el caso de Oteiza, la re-sacralización del mundo no se funda únicamente en la consagración del objeto, de lo ente, sino que es el espacio delimitado, aislado, el verdadero núcleo de la escultura. El interior de la caja no es un espacio físico, visible o científicamente constatable, sino un no-lugar3, un silencio absoluto: «[…] el lugar del espacio que debe ser desocupado de sí mismo […], un sitio sin sitio, un lugar sin lugar, un espacio sin tiempo, […]» (Manterola 2006 : 24) [subrayados del autor].
Oteiza intenta situarnos en el umbral en el que algo –un espacio delimitado por materia– nos puede conducir a nada –un no-lugar–. Sus obras son un intento de decir lo inefable, de callar hablando. Despoja a sus esculturas de significado, para que así, significando 'nada', puedan ser potencia, germen de la totalidad de lo ente:
[…] la escultura de hoy como espacio físico aportable por el escultor. Un espacio luz elemental, como un pequeño trozo de universo, de polvo gris, ligero, frío, capaz de condensarse y dilatarse, capaz de respirar, de vivir, de ser. Ahora bien, en este espacio primero, este protoespacio físico, que el artista elije, lo elije en un sitio, lo pone, en un sitio que ya está y que a su vez lo ocupa y lo desocupa, lo hace, acompaña y trasciende: lo llamaremos Hiperespacio, un espacio activo, que el artista ha de calcular con el mayor cuidado […] un espacioluz primero en que las formas puedan surgir inicialmente como letras, de sombra o de luz, de materia o vacío, con una inicial actividad propia, como sílabas que comienzan a pronunciarse, un espacio que comienza a hablar, con alguna palabra es suficiente, con alguna frase concretamente espacial […] (Oteiza 2005a).
4. La escultura de Jorge Oteiza
4.1. Modos de la desocupación
Oteiza ensaya diferentes soluciones de desocupación del espacio, esto es, de sacralización del vacío. Manterola clasifica esta desocupación en tres etapas diferenciadas. La primera fase parte de la figuración, aunque muy geometrizada. Oteiza procede aquí al vaciamiento físico de una materia preexistente. Este método de ahuecamiento antropomórfico se emplea en esculturas como la Figura para el regreso de la muerte o Coreano. El escultor eviscera los cuerpos con las manos mostrando el hueco interior de la materia, un espacio purificado, regenerado, esto es, resucitado: «[…] representa el período de la escultura ascética, la etapa de las manos. En ella el escultor se mide con el material cara a cara para desocuparlo de sí, ahuecarlo […]» (Manterola 2006 : 24).
Sin embargo, nosotros nos centraremos principalmente en los otros dos modos de desocupación, en donde el escultor fusiona «unidades formales livianas» (Manterola 2006 : 24), es decir, elabora la escultura a partir de series combinatorias de figuras geométricas. El espacio sigue siendo el núcleo de la obra pero no ha sido generado por vaciamiento, sino a partir de la sintaxis de elementos abstractos, asemánticos:
En esta escultura, la materia permanece pero de forma auxiliar, reducida al desempeño de una función dependiente como la parte oscura, contrapunto material de la estatua, sobre la que se levanta el espacio abierto y luminoso (Manterola 2006 : 24).
De este modo, aparece un 'lugar' que no es vacío originado por la ausencia, por el hueco, por la destrucción de una materia previa –no se trata de una interrupción o ruptura en el 'discurso matérico'–, sino lugar 'nuevo', virgen, surgido de la delimitación que proporciona la parte visible de la escultura, es decir, creación de vacío.
Oteiza está continuando la línea marcada por el constructivismo ruso. El volumen de la escultura nace a partir de la combinación de elementos abstractos que, a su vez, facilitan la aparición de fuerzas dinámicas y espacios. El peso/masa de la escultura desaparece. Sus esculturas antropomórficas vaciadas todavía adolecían de cierta gravedad. Con este sistema constructivo Oteiza logra una escultura liviana, dinámica y espacial:
En la escultura, renegamos de la masa en tanto que elemento escultórico. Ningún ingeniero ignora que las fuerzas estáticas de los sólidos, su resistencia material, no están en función de su masa […] tomamos cuatro planos y configuramos el mismo volumen que con una masa de 100 kilos. […] Mediante este sistema restituimos a la escultura la línea en tanto que dirección […] Por este medio afirmamos en ella la profundidad, única forma de espacio (Gabo y Pevsner 2009 : 303-304).
Como ya hemos comentado, para realizar estas estatuas Oteiza opera por fusión de unidades. Las unidades a las que nos referimos son figuras geométricas básicas: el cuadrado, el rectángulo, el círculo, el trapecio, el trapezoide –o Unidad Malévich en la terminología oteiziana–, la esfera y el cubo. Oteiza acumula así una serie de recursos estilísticos, un alfabeto que le posibilita realizar diversas combinaciones. Mediante la permutación de estos elementos geométricos activa el espacio, es decir, crea una fuerza direccionada, una tensión:
La capacidad constructiva vital es la forma apariencial de la vida y el principio de todos los desarrollos humanos y cósmicos. […] Trasladado esto al campo del arte significa […] la activación del espacio por medio del sistema constructivo-dinámico de fuerzas. Esto supone la construcción ensamblada de fuerzas en mutua tensión real en el espacio físico y su construcción inserta en el espacio, que actúa igualmente como fuerza –tensión– […]. En vez de la construcción estática del material –relaciones de material y de forma– hay que organizar la construcción dinámica –capacidad constructiva vital, relaciones de fuerzas–, donde el material sólo es empleado como portador de fuerzas (Moholy-Nagy y Kemeny 2009 : 378).
El último y tercer modo de desocupación es el que Oteiza emplea en las Cajas metafísicas. Aquí, el escultor logra la creación de un espacio sagrado a partir del vacío. Las Cajas metafísicas nacen de su propio núcleo y generan a su alrededor la materia –en su aspecto conceptual, naturalmente–. Estas cajas contienen un movimiento interno, pulsátil. Allí, en la palpitación, está la génesis de la escultura, la tensión o germen que posibilita la estructura externa, estructura que funciona como mero contenedor de esa nada activa:
La escultura se hace a partir del vacío espiritual, con el espíritu que se desoculta (más bien desocultado, revelado) […]. Las Cajas metafísicas no son, como puede parecer a primera vista, una escultura formada por planchas o chapas metálicas, sino un lugar-caja donde la escultura, espacio vacío, espiritual, se muestra (Manterola 2006 : 24-25).
En las Cajas metafísicas, la tensión se manifiesta como una fuerza continua de atracción y retracción. Es el propio espacio interno el portador de fuerzas, es decir, Oteiza es capaz de generar la tensión direccional en el espacio delimitado por la materia, en la nada. Con este movimiento interno el espacio se desocupa o, por decirlo de otro modo, se consagra: la escultura marca un límite entre su interior sagrado y dinámico –su nada activa, vaciada de todo elemento impuro– y el exterior profano y estático.
4.2. Cajas metafísicas
La nada que se recrea en estas obras es tanto el vehículo de contenidos trascendentes, como la afirmación tautológica de su propia objetualidad, y ha sido inspiración tanto para sensibilidades artísticas propensas a la espiritualidad como para otras más analíticas volcadas en cuestiones puramente objetivables (Badiola 2015 : 850).
El período de construcción de las Cajas metafísicas abarca entre 1958 y 2002. Aunque estas cajas están concebidas en los años cincuenta y sesenta, el escultor sigue realizando réplicas y variantes hasta los últimos años de su vida. Las dimensiones de las cajas son variables. Las primeras versiones son esculturas de reducido tamaño, llenas de poesía.
Hasta la fecha se tiene constancia de la existencia de 45 Cajas metafísicas. Este grupo de obras se divide en cinco familias: Retrato del Espíritu Santo, Caja metafísica por conjunción de dos triedros, Homenaje a Leonardo, Vacío respirando y Homenaje a Fra Angélico.
Las Cajas metafísicas se generan mediante la unión parcial o incompleta de dos únicos elementos, dos triedros: un triedro superior que se apoya parcialmente sobre uno inferior. Ambos poliedros están formados, a su vez, por tres planos, tetragonales o trapezoidales –Planos Malévich–. Los triedros conforman así un cubo virtual, con aperturas más o menos pronunciadas, de tal modo que el interior de la escultura queda relativamente inaccesible, según el grado de acercamiento o alejamiento existente entre los dos triedros. El resultado es una escultura de carácter románico: austera, de líneas sencillas y dinamismo pausado.
Las Cajas metafísicas presentan un movimiento de apertura y cierre muy particular que, además, puede estar acentuado por tres vectores. En primer lugar, los triedros pueden contener algún Plano Malévich, es decir, un trapezoide que cree una tensión direccional en el propio poliedro. Así mismo, estos Planos Malévich pueden originar distintas aperturas más o menos pronunciadas en el ángulo de inserción de los polígonos, por lo que el triedro resultará más dinámico que el formado por ángulos rectos y polígonos regulares.
Por último, Oteiza hace uso de la peana con el fin de elevar el grupo y aislarlo del medio. En ocasiones, el triedro inferior no apoya completamente en la base, sino que puede situarse excéntricamente, dando así cierta sensación de vuelo. De este modo, tanto el triedro inferior como el superior levitan, se escinden del mundo profano:
La mayoría de sus Cajas vacías descansan sobre un eje pivotante que separa el plano inferior de la caja del apoyo horizontal haciéndolas flotar en un espacio propio, separado del espacio del espectador. De manera parecida, las Cajas metafísicas realizadas en acero descansan sobre una base de piedra articulada como parte de la misma pieza, que permite el contraste entre una parte más estática –el triedro asegurado a la base– y otra más móvil –el triedro superior– que sobrevuela la base (Badiola 2015 : 661).
La dinámica a la que nos referimos es un movimiento de atracción y retracción, de latido. La fractura entre los triedros es el suceso espacial que permite la palpitación o respiración de la caja. La Caja metafísica muestra, por tanto, dos direcciones: una centrípeta, es decir, de aislamiento u ocultamiento del vacío interior por la atracción de los dos elementos cóncavos; y otra centrífuga, de apertura, esto es, un movimiento de separación de los triedros motivado por el empuje del espacio interior de la caja, que pugna hacia fuera. Así, Oteiza logra que sea el latido interior de la propia Caja metafísica el que 'mueva' el cuerpo físico de la escultura4. El silencio activo del cubo altera la estructura exterior visible:
[…] receptáculos que están a la vez abriéndose y cerrándose, como un organismo vivo, cuyo vacío interno, único, quieto, oscuro y casi inaccesible, se manifiesta como una palpitación, como una respiración de gran contenido espiritual (Badiola 2015 : 850).
4.2.1. Retrato del Espíritu Santo
Entre 1958 y 1959, Oteiza crea su primera Caja Metafísica, Retrato del Espíritu Santo, escultura fundacional y germen de todas las Cajas Metafísicas posteriores. Se trata de una escultura de acero con baño de cobre, de reducidas dimensiones. El triedro superior se compone de dos cuadrados y un Plano Malévich. El trapecio se abre ligeramente formando un ángulo obtuso. El triedro inferior está formado por tres cuadrados y apoyado totalmente sobre la peana de piedra.
El elemento estático, el inferior, recoge el vuelo del elemento dinámico, el superior, que en su apoyo presenta una ligera inclinación respecto a la perpendicular del suelo. La desviación del triedro superior respecto al plano horizontal y la utilización de la Unidad Malévich son los elementos que desequilibran o alteran el espacio interior. Oteiza esculpe un vacío irregular, de forma cuboide, con tendencia a elevarse, a fluir hacia arriba.
Uno de los aspectos más relevantes de esta escultura es la pátina de cobre. El cobre es un material ligado a la pureza, a lo sagrado y, en consecuencia, purifica o sacraliza el acero que recubre. Así mismo, el cobre es un material reflectante. Desde el punto de vista de la praxis, el cobre ilumina el vacío de la caja, permite que «el interior semicerrado y oscuro se cargue de luz al penetrar por las ranuras y reflejarse en sus caras doradas» (Badiola 2015 : 852). Ahora bien, desde la concepción estética o filosófica, podemos interpretarlo desde otra perspectiva. Aquí sería el cobre el material que revela la luz, luz que se origina en el interior de la propia escultura. La luz es intangible, invisible. No podemos ver la luz en sí misma, sino el objeto que esta ilumina. De igual modo, no podemos ver el ser, el vacío, sino el ente que se manifiesta, la estructura exterior de acero. Así, el espacio sagrado de la escultura, es decir, su silencio, es el que ilumina la estructura de cobre exterior.
Otro de los elementos significativos de esta caja es la peana de piedra. La peana aísla el objeto del mundo profano, esto es, lo consagra. Oteiza utiliza piedra, que asocia a la inmortalidad del ser. Así, el objeto situado sobre la piedra adquiere sus cualidades imperecederas.
4.2.2. Homenaje a Leonardo
La tercera de las Cajas metafísicas es el Homenaje a Leonardo. Oteiza llega a realizar hasta 14 variantes de esta obra.
Para concebir esta caja Oteiza se inspira en la Anunciación de Leonardo, de la galería de los Uffizi, en Florencia. La elección del tema no es en absoluto arbitraria. Se trata del anuncio de la encarnación del verbo de Dios –el Cristo– en la Virgen María. La escena presenta a la Virgen, en el lado derecho de la imagen, sentada en un patio, y al arcángel Gabriel a la izquierda, apoyado sobre la hierba de un pequeño jardín. Se trata del tópico del 'hortus conclusus': los muros del jardín simbolizan el vientre de María. Sin embargo, en esta Anunciación, Leonardo sustituye el muro por un banco de piedra de poca altura que permite ver el espacio exterior al jardín. La pared del lado derecho que rodea a la Virgen 'continúa' a lo largo de la línea que sigue el banco, encerrando a las dos figuras en un 'hortus' de muros imaginarios. El cubo virtual en el que están instaladas la Virgen y el arcángel no está delimitado por el lado izquierdo, de modo que las dos figuras se insertan en un espacio triédrico formado por el suelo, el lateral derecho y el fondo. Así mismo, se aprecian claramente las dos atmósferas aéreas que el pintor veneciano logra con el 'sfumato'. El paisaje, el espacio exterior –profano– es brumoso, denso. En contraste con este fondo difuminado, Leonardo pinta el espacio sagrado del 'hortus conclusus' perfectamente nítido. Las figuras y los objetos que hay dentro del jardín están definidas hasta el más mínimo detalle: el cabello del ángel, el velo que cubre el facistol, el muro que rodea a la Virgen. De este modo, en contraste con ese fondo brumoso, consigue delimitar el espacio aéreo del hortus. El aire límpido del interior, de este cubo virtual, se hace visible.
Como es lógico, Oteiza obvia toda referencia narrativa. El Homenaje a Leonardo presenta únicamente el lugar sacralizado del hortus conclusus, reproduciendo el espacio triédrico de Leonardo. Sin embargo, el escultor concibe una caja casi cerrada, sepulcral, misteriosa, con los dos triedros prácticamente juntos. La caja apenas se abre, no permite la comunicación con el exterior, con las esferas superiores.
El hermetismo de la Caja metafísica podemos ponerlo en relación con la estructura ortogonal del cuadro de Leonardo. Sólo la inclinación del ángel, la figura divina, sugiere cierta inestabilidad: una diagonal que comienza en la esquina inferior izquierda y se pierde en los árboles del fondo. Esta diagonal se corresponde con la ligera apertura que presenta el triedro superior del Homenaje.
4.4.3. Homenaje a Fra Angélico
De nuevo retoma Oteiza el mismo tema de la encarnación del verbo para una nueva variante de Caja metafísica, en este caso inspirado por la Anunciación de Guido di Pietro da Mugello –Fra Angélico– del Museo del Prado de Madrid. El escultor realiza hasta 22 versiones del Homenaje a Fra Angelico.
De nuevo asistimos al tópico del 'hortus conclusus'. La imagen está divida en dos partes bien diferenciadas: un claustro con las figuras del arcángel Gabriel y la Virgen María, que ocupa dos tercios del retablo, simboliza el recinto sagrado. La sección izquierda lo ocupa un jardín, un Edén o mundo profano, del que Adán y Eva están siendo expulsados por un ángel.
De la esquina superior izquierda nace un rayo de luz –de unas manos– que incide sobre la Virgen: se trata del Espíritu santo, simbolizado por una paloma. Es un retablo sobre la redención del pecado original. Una golondrina –símbolo de la resurrección– está posada sobre el capitel de una columna. La luminosidad del retablo es quizá el elemento más destacable. Fra Angélico utiliza el color dorado en contraste con el azul, de modo que las figuras sagradas, que desbordan el espacio del claustro, parecen emanar luz.
Como en el caso anterior, Oteiza reduce todos estos elementos narrativos y simbólicos a su mínima expresión, esto es, a una proporción de espacios y materia –a cifras, podríamos decir–. De nuevo, el triedro inferior reproduce el claustro del 'hortus conclusus'. Del triedro superior, ligeramente obtuso, se ha eliminado gran parte de una de las caras laterales, imitando así las proporciones de la imagen de Fra Angélico: un tercio de Edén, dos tercios de claustro. Sin embargo, en la Caja metafísica Oteiza invierte la disposición que presenta el retablo. El triedro inferior –el claustro oteiziano– está colocado a la izquierda; el tercio que se corresponde con el Edén a la derecha. El escultor se ve obligado a dicha composición: la apertura superior de la caja –de la unión imperfecta de los dos triedros– guarda relación con el rayo divino de la imagen de Fra Angélico. Ubicar dicha apertura en el lado izquierdo implica invertir el emplazamiento de los triedros debido al propio proceso de construcción de las Cajas metafísicas5.
El Homenaje a Fra Angelico presenta cierto movimiento lateral, subrayado por la Unidad Malévich del triedro superior, que provoca la apertura del ángulo en donde convergen los tres polígonos. Este Plano Malévich subraya una diagonal virtual que comienza en el lateral superior izquierdo y termina en el lateral inferior derecho, y que se corresponde con el rayo de luz de la Anunciación.
Los espacios triédricos que aparecen en las imágenes de Fra Angélico y Leonardo invitan al espectador a penetrar en un espacio simbólico y sagrado. Con las Cajas metafísicas, Oteiza pretende la misma participación del espectador, pero en ese claustro vacío y silencioso inserta un latido, un movimiento respiratorio propiciado por la atracción/retracción de los triedros. Oteiza ofrece la posibilidad de experimentar el ser a través de la observación de la nada:
La belleza hace el vacío –lo crea–, tal vez como si esa faz que todo adquiere cuando está bañado por ella viniera desde una lejana nada y a ella hubiere de volver, dejando la ceniza de su rostro a la condición terrestre, a ese ser que de la belleza participa. Y que le pide siempre un cuerpo, su trasunto, del que por una especie de misericordia le deja a veces el rastro: polvo o ceniza. Y en vez de la nada, un vacío cualitativo, sellado y puro a la vez, sombra de la faz de la belleza cuando parte. [Ese vacío es] un espacio donde al ser terrestre no le es posible instalarse, mas que le invita a salir sí, que mueve a salir de sí al ser escondido, […] Y en el umbral mismo del vacío que crea la belleza, el ser terrestre, corporal y existente, se rinde; […] Un suceso al que se le ha llamado contemplación y olvido de todo cuidado (Zambrano 2014 : 163).
4.3. Obra conclusiva
Pero lo que estamos destruyendo ahora es el lenguaje nuevo y no por destruirlo, sino porque precisamos de esta destrucción última –experimentalmente– para completarlo con una metafísica final o lenguaje del silencio (Oteiza 2005b : sec. 83) [el subrayado es nuestro].
Las Cajas metafísicas forman parte de un proyecto de mayor envergadura denominado Propósito experimental, concebido entre 1955 y 1959. La última etapa de este Propósito son las Obras mínimas, esculturas que continúan con el proceso científico de desnudamiento de la expresión. En estas obras, Oteiza reduce al máximo los elementos 'visibles', la materia, con el fin de ofrecer sólo el espacio. El buscado carácter puramente receptivo de las últimas esculturas implica la desintegración de todos aquellos elementos significativos –o susceptibles de poseer un significado–, esto es, visibles. La sintaxis u organización de elementos geométricos, por muy abstractos que estos sean implica, necesariamente, una intención, un mensaje, un acto comunicativo –mediador–, esto es, un significado. En definitiva, el único elemento puramente abstracto es el silencio.
Oteiza se acerca progresivamente a esta escultura silenciosa a la que denomina cero negativo, 0-, el punto cero de significación, es decir, una obra que no contiene ninguna información que se dirija hacia el espectador –inexpresiva, centrípeta– y con la que el espectador no tiene que comulgar anímicamente.
En el ensayo la Ley de los cambios, Oteiza sitúa en el punto cero de la expresión su triedro Homenaje a Velázquez. Según explica Badiola, el homenaje dedicado a Velázquez pretende un «encuentro entre Las meninas y La Rendición de Breda» (Badiola 2015: 866). En cualquier caso, la disposición triédrica del espacio en Las meninas nos invita a pensar que Oteiza tuvo más en cuenta esta pintura.
Una vez más, el escultor pretende recrear únicamente el espacio que Velázquez logra en Las meninas renunciando a toda referencia narrativa o simbólica. Como ocurría con el 'sfumato' de Leonardo, la consistencia aérea del cuadro de Velázquez se consigue gracias a la pronunciada perspectiva que origina la pared de la derecha y a la falta de definición de los objetos y personas que se encuentran al fondo de la habitación, en contraste con las que están situadas en primer término: la infanta Margarita, el perro y las meninas. Sin embargo, es en la parte superior del cuadro, ausente de personajes, donde el aire cobra todo el protagonismo y donde se logra en mayor medida la realización de un silencio pictórico.
En el Homenaje a Velázquez, Oteiza presenta un único triedro de gran austeridad y belleza severa. Podríamos hablar de una 'semi-caja' metafísica. Los polígonos están dispuestos en ángulo recto y son regulares: dos cuadrados –base y lateral derecho–, y un rectángulo –al fondo– del mismo tamaño que la peana, quizá intentando recrear la misma disposición espacial en la que Velázquez ha colocado a sus figuras. La horizontal del rectángulo sugiere cierto movimiento lateral. Llama la atención el tamaño de la peana, sobre la que descansa únicamente la mitad del plano inferior. Esta peana es de la misma longitud que el rectángulo. Así, el aire que sostiene la base de piedra sólo está delimitado por esta plancha de acero, quizá intentando recrear el espacio oculto tras el cuadro que está pintando Velázquez. Oteiza logra sacralizar un lugar sin apenas acotarlo. Genera una energía –una dirección, una tensión– de naturaleza horizontal y la sostiene sobre una nada.
Como ocurría en las dos Anunciaciones, la estructura de caja abierta del cuadro de Velázquez recibe y acoge al espectador. La atmósfera espacial y la perspectiva nos invitan a penetrar en la obra. De igual modo, los polígonos del Homenaje a Velázquez se limitan a ofrecer un espacio y una perspectiva en la que el espectador puede entrar y permanecer indefinidamente:
Espacio: lo que no se mira por el ojo de la cerradura, ni por la puerta abierta […] El espacio no existe sólo para la vista, no es un cuadro; se quiere vivir en él. […] Por eso el espacio debe organizarse de manera que él mismo sugiera la circulación en él. […] El espacio debe existir para el hombre –no el hombre para el espacio– (Lissitzky 2009 : 334-335).
Las últimas obras del Propósito experimental continúan con el proceso de desmaterialización del significante. Los triedros devienen diedros –dos semiplanos con una arista común– que sí, sugieren un movimiento, una energía, pero en los que también resulta más complejo descubrir esas atmósferas espaciales plenamente logradas en las Cajas metafísicas. Tal es el caso de Oposición de dos diedros. Con cuatro planchas de acero –Planos Malévich–, Oteiza delimita una columna de aire ascendente que recibe al espectador y lo dirige hacia arriba. Una obra que, a nuestro juicio, muestra el vacío místico con una economía de medios admirable.
La manifestación de la experiencia del ser o de la nada en el lenguaje plástico implica la destrucción del vehículo o significante que sostiene la propia obra, en tanto que dicho significante es ya algo ente, algo constituido y susceptible de significado, y no ente en potencia. En el caso de la escultura, este vehículo es la materia misma que el artista modela. Cuando Oteiza concluye el Propósito experimental, abandona la escultura durante más de diez años. En la búsqueda del silencio espiritual, Oteiza llega al silencio creativo: «Es la fase en la que se trabaja con una estética negativa, en cuyo término final de eliminaciones está la fantástica eliminación del propio lenguaje» (Oteiza 2005b: sec. 83).
Sin embargo, como ya hemos apuntado previamente, la escultura del vacío no puede ser el vacío mismo. El vacío necesita de la materia para su delimitación, del mismo modo que el silencio requiere del sonido para manifestarse. Son binomios indisociables, como lo son el ser y el ente.
Este silencio compositivo es consecuente con la estética oteiziana, con la concepción del acto creativo como un modo para la comprensión del mundo y de aprendizaje para el hombre: la escultura nos enseña a 'ver'. Una vez que el hombre sabe ver, ya no necesita seguir esculpiendo.