Chile y los poderes fácticos de iure. Un caso paradójico de transición a la democracia

DOI : 10.58335/individuetnation.356

En Chile, con el advenimiento de la Constitución de 1980, erigida como el principal instrumento de negociación de la transición democrática, se han consolidado poderes fácticos ‘de iure’. Esto es, grupos de poder que se han posicionado por sobre el poder del Estado, cuya fuerza e influencia política se hallan constitucionalmente amparadas y reforzadas. Primero las Fuerzas Armadas, que asumieron un poder tutelar de la democracia hasta el año 2005; luego, los principales conglomerados económicos, cuyo poder se ha ido configurando al alero de una férrea defensa constitucional de la propiedad privada y del libre mercado. Este artículo se propone demostrar que la transición chilena, aun cuando se alce como una experiencia ejemplar, se corresponde en realidad a un caso paradójico de democratización. Pues si bien es cierto que en este proceso han primado la estabilidad institucional, la gobernabilidad y el crecimiento económico, también se han generado condiciones de enorme desigualdad económica y de segregación político-social que no han permitido una participación igualitaria en el juego democrático.

Au Chili, avec la Constitution de 1980, érigée en élément principal de négociation de la transition vers la démocratie, se sont consolidés certains Pouvoirs de fait. Des groupes de pouvoir, dont la puissance et l’influence politique se sont vues constitutionnellement protégées ou renforcées, ont pris le dessus sur l’État lui-même. En premier lieu, les Forces Armées et leur rôle de « pouvoir tutélaire » de la démocratie jusqu’en 2005; ensuite, les principaux groupes économiques qui ont su tirer leur force d’une défense acharnée de la propriété privée et du libre marché dans le texte constitutionnel. Cet article démontrera que la transition chilienne, bien qu’elle soit souvent présentée comme une expérience exemplaire, correspond en réalité à un cas paradoxal de démocratisation. En effet, s’il est certain que, au cours de ce processus, la stabilité institutionnelle a été l’objectif primordial à atteindre, tout comme la gouvernabilité et la croissance économique, il n’en est pas moins vrai qu’il a généré les conditions d’une énorme inégalité économique et d’une ségrégation politico-sociale, empêchant ainsi une participation juste et pleine dans le jeu démocratique.

Since the enactment of 1980 Constitution, erected as the principal negotiating tool in the transition to democracy in Chile, factual powers ‘de iure’ have been consolidated. That is, power groups positioned over the state power, whose political influence are constitutionally guaranteed. First the Armed Forces, that assumed a trusteeship power of the democracy until 2005. Then, the main economic conglomerates, whose power has been shaped under the auspices of a tough constitutional defense of private property and free market.

With this, the author tries to demonstrate that the Chilean case, even if considered as an exemplary experience of democratic transition, better corresponds with a paradoxical case of democratization. Thus although in the country has prevailed the constitutional stability, the governance and the economic growth, it has also generated conditions of political and social segregation that have not allowed equal participation in the democratic game.

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1. Introducción

La transición a la democracia en Chile ha sido un tema controvertido que ha suscitado extensos debates académicos y públicos. Desde los albores de los noventa, se ha discutido respecto a cómo la transición posibilitó la continuidad del régimen en cuanto a modelo económico (Silva 1991; Hidalgo 1992; Arrizabalo 1992; Moulián 1996), si se abordó adecuadamente el tema de los derechos humanos (Bengoa 1994; Garretón 1996a; Valenzuela 2006), o si las transformaciones asociadas a ella se limitaron al tipo de régimen o abarcaron también el ámbito de la matriz política y del sentido de la acción colectiva (Tironi 1987; Garretón 1991). Vinculándose esto último a la discusión en torno al protagonismo de los partidos políticos (Garretón 1989, 1990a, 1990b; Tobar 1999) y de los movimientos sociales (De La Maza y Garcés 1985; Garretón 1987, 1996b; Drake y Jaksic 1991; Guillaudat y Mouterde 1998; Oyarzo 2011).

Otro tema muy controvertido ha sido el de su periodización. Una fuerte tendencia a dar por cerrado el capítulo de la transición en Chile se expandió a inicios de los 90, lo cual se vio reforzado por las declaraciones del presidente Patricio Aylwin, a mediados de 1991: “(…) la transición ya está hecha, vivimos en democracia”.1 Sin embargo, también el presidente Ricardo Lagos, luego de la aprobación parlamentaria de las llamadas “reformas duras” a la Constitución de 1980, señaló: “Esto marca el término definitivo de la transición; comenzaron los gobiernos democráticos. Ahora podemos decir que la transición en Chile ha concluido. Ahora tenemos un cuerpo constitucional que está acorde con la tradición histórica de Chile”.2

Para quienes estaban de acuerdo con la afirmación de Aylwin, ésta significaba la superación de la inestabilidad propia del cambio de régimen y la apertura de una “fase de normalidad” (Tironi, E. 1993:47). En cambio, quienes ponían en duda tal fin de la transición, cuestionaban la simplicidad con que se había abordado la cuestión, y aducían que su desplazamiento como tema central del debate respondía a un interés político del oficialismo por darle mayor relevancia al tema de la gobernabilidad (Menéndez- Carrión y Joignant 1999), siendo este mismo desplazamiento lo que había limitado o ralentizado las acciones hacia una mayor democratización (Moreno 2007).

Hay autores que sostienen que los límites y características de la transición en Chile han sido definidos a través de la Constitución de 1980, que instauró un modelo de “democracia protegida o tutelada”, y que su materialización comienza con el plebiscito de 1988 y culmina con la asunción al poder del gobierno electo, en marzo de 1990 (Garretón 1995). Para Garretón las transiciones terminan cuando se instala un núcleo básico de instituciones y autoridades democráticas. Si bien este hito permite dar cuenta del fin de un proceso pre-definido por la mencionada Constitución, según el propio autor, éste no permitiría aseverar que la transición, aunque culminada, sea completa. Garretón (1991), quien ha desarrollado ampliamente la temática en Chile, plantea que la transición chilena responde al tipo de transiciones sin ruptura institucional, que tienden a ser incompletas, pues dejan herencias institucionales insertas en el nuevo régimen.

Entre los investigadores de las transiciones latinoamericanas, una de las categorizaciones que ha concitado mayor consenso para el caso chileno, ha sido el considerarlo entre las “transiciones pactadas” (O’Donnell y Schmitter 1988; Linz 1990). Esta transición, también llamada “vía reforma” por el politólogo Peter Smith (2009), se caracteriza por desarrollarse mediante un proceso de negociación entre el régimen autoritario y la oposición, en el cual los pactos concitados entre ambos se encuentran orientados a minimizar los riesgos durante el proceso.

Adam Przeworski (1991), hace una acertada distinción de los actores que interfieren en estos procesos de transición, lo cual se ajusta al caso chileno. Plantea que al interior del régimen se encuentran los partidarios de la línea dura y los reformistas, y que en la oposición están los moderados y los radicales. El proceso de negociación se llevaría a cabo entre reformistas y moderados, luego de un quiebre o fragmentación al interior de cada coalición. En Chile, se observa que los opositores al régimen que pactaron la transición, incluso estuvieron dispuestos a compartir el poder con los militares, lo cual fue fuertemente cuestionado por el ala más radical. La clase política chilena, salvo el Partido Comunista, privilegió una política consensuada con la derecha golpista, aceptando no sólo las reglas establecidas por la Constitución antidemocrática, sino también la continuidad del modelo neoliberal instaurado en dictadura. Esto último es lo que determina que algunos investigadores señalen que la transición chilena, más que pactada, sea una transición “desde arriba”, ya que su desarrollo está determinado por las reglas y procedimientos establecidos por el gobierno autoritario precedente (Moulian, T. 1996).

La Constitución de 1980, elaborada por el gobierno de facto durante siete años, fue la letra de cambio para posibilitar la apertura democrática. Dicho cuerpo jurídico no sólo condicionó los tiempos y los principales hitos de la transición a la democracia, sino que plasmó el ordenamiento político, administrativo, social y económico del país, bajo las concepciones dominantes de la derecha neoliberal.

Como es sabido, la permanencia casi inalterada de la Constitución de 1980 se debió en parte a las propias características del proceso de transición, que tanto han sido destacadas en los análisis políticos. Su conducción por vía institucional y el protagonismo de los partidos políticos de derecha y centro izquierda, con exclusión del ala radical de la izquierda, posibilitaron los consensos políticos necesarios para la apertura del régimen. La forma pactada en que se llevó a cabo la transición al gobierno civil, posibilitó la legitimación del diseño institucional y económico ideado por el régimen autoritario, dejando estrechos márgenes para su modificación.

2. El proceso de apertura del régimen: algunos antecedentes

El itinerario de la transición a la democracia fue institucionalizado por el régimen militar a través de la Constitución de 1980, con la intención de asegurar una apertura gradual hacia un gobierno cívico-militar, con rasgos autoritarios.

Entre 1983 y 1989, el proceso se desarrolló mediante un proceso pactado entre el régimen militar (apoyado por agrupaciones políticas de extrema derecha) y los partidos políticos de oposición (liderados por la derecha tradicional y la centroizquierda). Primando la estabilidad institucional en el proceso, los márgenes para la modificación de las disposiciones constitucionales de 1980 -que incluían el itinerario y las condiciones para la transición democrática- fueron estrechos.

Con esto, entre otras cosas, se garantizó la continuidad de Augusto Pinochet en la escena política (primero como Comandante en Jefe del Ejército y luego como Senador Vitalicio), y de las Fuerzas Armadas en las decisiones de Estado. Las agrupaciones de izquierda más radical, el Partido Comunista, los sindicatos y los movimientos de resistencia armada, tales como el MIR y el Frente Patriótico Manuel Rodríguez, no formaron parte de las negociaciones para la apertura hacia el gobierno civil.

De acuerdo a las intenciones originales del régimen –a partir de las cuales se planificó la transición- con la aprobación de la nueva Constitución se inauguraría el período de transición comprendido entre 1981 y 1989. Durante este período no se aplicarían las disposiciones permanentes de dicha carta. Luego de estos ocho años de mandato transitorio, con la celebración de un nuevo referendo se ratificaría o no la elección de un candidato único propuesto por los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas, el que gobernaría por un nuevo período de ocho años. En caso de rechazo a dicha propuesta, Pinochet se mantendría en sus funciones como Presidente un año más, hasta una convocatoria abierta a comicios presidenciales y parlamentarios.

Estas disposiciones fueron elaboradas asumiendo que Pinochet sería quien diese continuidad ‘democrática’ al régimen implementado, pues las elecciones presidenciales libres sólo se llevarían a cabo si se perdía el plebiscito, lo cual -tal como lo ha señalado Valenzuela- en 1979 no se barajaba como una posibilidad, considerando los resultados del anterior referendo. Como sugiere Valenzuela:

no había razones para pensar que, no siendo un proceso plenamente libre, Pinochet no pudiera repetir lo que ya había probado en 1978, que podía «ganar» un plebiscito. (…) Esta capacidad fue demostrada nuevamente en el plebiscito del 11 de septiembre de 1980 que ‘aprobó’ la nueva constitución (Valenzuela 1997: 4).3

Con la aprobación de la nueva Constitución, se inauguraba la fase de transición según la periodización dispuesta por la normativa (1981-1989), período durante el cual se descartó la conformación de una Cámara legislativa, quedando este poder en manos de la Junta Militar.

No obstante, a partir de la crisis económica de 1982, empezó a hacerse explícito el malestar social hacia el régimen, surgiendo protestas populares y distintas agrupaciones de manifestantes que influyeron en el curso de los acontecimientos.

Unido a la crítica internacional, este clima de agitación social se transformó en una fuerte presión para las Fuerzas Armadas, que –evidenciando también ciertas fracturas internas- decidieron abrirse a conversaciones con los sectores de oposición organizados, que incluían agrupaciones políticas que habían apoyado y colaborado con el Régimen Militar en sus inicios, tales como la Democracia Cristiana (DC) y la Derecha moderada.

El gobierno a mediados de 1983, con Onofre Jarpa como ministro del Interior, comenzó a implementar un plan de apertura que perseguía frenar la ola de movilizaciones. Este plan no obtuvo frutos en materia de negociación, pues Pinochet a fines de 1984 optó por cerrarlo, negándose a las reformas institucionales exigidas por la oposición y declarando el Estado de Sitio.4 Su duración, sin embargo, permitió la emergencia de divisiones internas en la derecha y el régimen, así como la rearticulación de los partidos de oposición.

Las negociaciones que finalmente posibilitaron los cambios constitucionales para inaugurar el período de real transición a la democracia, fueron posibles por los resultados del plebiscito de 1988. Como ya hemos mencionado, el régimen militar no contaba con la posibilidad de perder en esta nueva y definitiva consulta ciudadana, referida a la continuidad de Pinochet en la presidencia. La fuerte organización de la oposición, que contó con un sistema propio de recuento de votos en todo el país, y que previamente había exigido mayores garantías en el proceso electoral, permitió el triunfo del “NO”.5

Luego de este resultado, el panorama para el Gobierno militar había cambiado, y ya no era conveniente a sus intereses la entrada en vigencia de una Constitución que había sido redactada de acuerdo a sus intenciones de continuidad en el poder. Como han documentado diversos estudiosos de la transición, entre ellos Samuel Valenzuela (1997), Justo Tovar (1999) y Óscar Godoy (1999), las posibilidades de realizar este cambio por parte del régimen militar y la derecha, sólo se encontraban en lograr un acuerdo con la oposición, pues llevar la Constitución a un nuevo referendo, suponía el riesgo de un rechazo al texto en su totalidad y, con ello, abrir la posibilidad de un proceso constituyente democrático.

Tanto para el sector militar y la derecha, como para la oposición, resultaba pertinente un cambio a la Carta Fundamental. Por parte de la oposición, este cambio idealmente hubiese supuesto la elaboración de un nuevo ordenamiento jurídico mediante una Asamblea Constituyente, pero el hecho de haber participado del plebiscito y haberlo ganado, fue una forma de aceptación implícita de las “reglas del juego” de la institucionalidad del régimen, y con ello, el reconocimiento de la Constitución de 1980 como marco legal vigente para el tránsito democrático.

Evidentemente el cambio constitucional deseado por ambas facciones, no se pensaba en las mismas direcciones, por lo cual fue necesaria una alta dosis de consenso para posibilitarlo, pues incluso dentro de las mismas alianzas políticas existían significativas diferencias.6

Luego de amplias y difíciles negociaciones en las que primó el pragmatismo guiado por la búsqueda rápida de soluciones y por el interés en alcanzar una estabilidad institucional a mediano y largo plazo, en 1989 se lograba una modificación consensuada –y por lo mismo parcial– a la Constitución.

El texto definitivo fue redactado por la Junta Militar en ausencia de un Congreso, permaneciendo las disposiciones constitucionales que otorgaban facultades de tutela a las Fuerzas Armadas sobre las decisiones gubernamentales.

A partir del 11 de marzo de 1990, junto al inicio del mandato del Presidente de la República electo, Patricio Aylwin Azócar, y del Congreso Nacional, la Constitución de 1980 entró en plena vigencia.

A pesar de la asunción de un gobierno democrático, se mantuvo una noción de democracia protegida y autoritaria, tal como había sido concebida por el régimen militar. Como acertadamente plantea Carmen Oyarzún: “Por más que hubiera visiones distintas de la democracia, éstas por contexto, no tenían posibilidad alguna de disputarle sentido al modelo político que de todas formas iba a imponerse” (Oyarzún 2011:121)

Esta noción de democracia que se impuso, había sido plasmada en la Constitución de 1980, mediante disposiciones que, como indica Ramírez Valenzuela (2010), 1) restringían el margen de maniobra del gobierno; 2) establecían un rol autónomo y garante de la institucionalidad a las FFAA; 3) limitaban el universo de actores políticos; y, por último, 4) generaban mecanismos legales de obstrucción a la modificación constitucional.

2.1. Las Fuerzas Armadas: Un poder fáctico que se erige como garante de la institucionalidad democrática

A partir de las negociaciones de la transición, no se lograron suprimir aquellas disposiciones constitucionales que garantizaban el traspaso paulatino del poder por parte de los militares. El régimen militar logró asegurar sus enclaves de poder en ciertas instituciones como el Senado, las Fuerzas Armadas, la Corte Suprema y el Tribunal Constitucional, además de la formulación de una serie de leyes para que el nuevo gobierno tuviera una autoridad limitada en la consecución de ciertos cambios políticos.7

Algunas de estas disposiciones, que fortalecía la acción política de las entidades militares, son las siguientes:

La creación de un Consejo de Seguridad Nacional (COSENA) en el que la mitad de los cargos estaban ocupados por los Comandantes en Jefe, con capacidad para autoconvocarse al considerar que la institucionalidad se hallaba en riesgo.8

La inamovilidad de los Comandantes en Jefe por el Presidente de la República, excepto con el apoyo del Consejo de Seguridad Nacional.

La asignación a las Fuerzas Armadas del diez por ciento de los ingresos anuales de CODELCO (Corporación Nacional del Cobre), por fuera del presupuesto militar ordinario (Ley Reservada del Cobre).

La creación de los llamados senadores designados (9 de los cuales correspondían a 3 ex comandantes en Jefe del Ejército) y vitalicios (ex presidentes).

La incorporación del Auditor General del Ejército como miembro de la Corte Suprema en casos originados en tribunales militares.

La aceptación del decreto-ley de amnistía de 1978.

La atribución a las Fuerzas Armadas y de Orden para “garantizar el orden institucional de la República” (Artículo 90 de la Constitución).

Debido al alto quórum exigido para cualquier modificación constitucional, estas disposiciones estuvieron vigentes hasta el año 2005. La reforma constitucional durante el gobierno del Presidente Lagos, se dirigió al desmantelamiento del modelo de democracia protegida impulsado por la dictadura. Para ello, ésta se enfocó en la institucionalidad vinculada al núcleo autoritario duro, ideada originalmente para garantizar la custodia de las fuerzas armadas en el desarrollo democrático y la continuidad de figuras del régimen en la escena política.

Entre la normativa conocida como los “enclaves autoritarios” (Garretón 1995), se modificó la composición y funcionamiento del Consejo de Seguridad Nacional; se suprimió la finalidad política de las Fuerzas Armadas y de Orden y la inamovilidad de sus comandantes en jefe; se eliminó la figura de los Senadores designados y vitalicios, y la posibilidad de reelección inmediata del Presidente de la República, reduciendo el período presidencial de seis a cuatro años.

Si bien las enmiendas a la institucionalidad política realizadas en 2005 han sido interpretadas como una supresión de los llamados enclaves autoritarios, entre otros por el propio Garretón, e incluso en su momento se llegó a clamar la existencia de una nueva carta fundamental con el reemplazo de la firma de Augusto Pinochet por la de Ricardo Lagos, éstas no supusieron el advenimiento de un nuevo cuerpo constitucional que estableciera un corte con el proyecto autoritario.

Como planteara Peter M. Siavelis (2009), aún permanecen respaldadas por la legalidad ciertas prácticas como el cuoteo, la dominación de los partidos en la política y el control de la élite en la dinámica electoral, además de lo intocable que se ha vuelto el modelo económico heredado del gobierno de Pinochet.

La vigencia del sistema electoral binominal, se ha traducido en una disminución de la representatividad del Congreso y de la pluralidad democrática, debido a la exclusión de las minorías de la representación parlamentaria a favor del bipartidismo (o bipactismo).9

Esto ha conllevado la permanencia en el poder de las coaliciones de derecha y de centro izquierda, correspondientes a los mismos grupos políticos que protagonizaron la transición a la democracia. Esta cúpula dirigente, que desde mediados de los 80 ha comenzado a conformarse en una “poderosa elite política” (Delamaza y Ochsenius 2006), sustenta su poder en la institucionalidad cuidadosamente diseñada y legitimada en acuerdo.

Arrau y Avendaño (2003) han sostenido que el pacto de gobernabilidad concertado durante la transición a la democracia, se habría transformando en un “proyecto” que permitiría compartir sus beneficios entre ambos bloques de poder, “consolidando, de paso, un nuevo modelo de dominación” (Arrau y Avendaño 2003:9).

El sociólogo chileno Tomás Moulian, por su parte, fue uno de los primeros en cuestionar las posibilidades democratizadoras de la transición, señalando que sus propias condicionantes estructurales la limitaban:

se realizó una transición desde el autoritarismo a la democracia, pero a costa de la castración y bloqueo de la potencial capacidad transformadora del régimen democrático, el cual está —por ahora— forzado a un papel básicamente reproductor del orden socioeconómico creado por el ‘pinochetismo’ (Moulian 1994:27).

2.2. Gran empresariado y Constitución de 1980: su legitimación a través de la noción de Estado subsidiario

Las directrices económicas de la Constitución de 1980, fueron excluidas de las reformas realizadas durante el período de transición a la democracia. Del mismo modo, las excluyó de su alcance la reforma constitucional del año 2005. Como veremos, este resultado no ha sido casual.

La existencia de poderes fácticos vinculados a los principales grupos económicos del país, ha sido determinante para la pervivencia de aquellas regulaciones de carácter económico que han facilitado la consolidación de una economía de libre mercado.

A partir de la transición, como bien describe Flores (1999), la paulatina preeminencia del gran empresariado como protagonista del progreso y desarrollo del país, fue dejando atrás la influencia de los históricos actores sociales y políticos, tales como trabajadores y partidos políticos, e incluso el propio Estado. Su rol activo durante el proceso de transición, le permitió consolidarse como actor central en la sociedad, convirtiéndose en el principal defensor del modelo neoliberal instaurado por el régimen militar.

Los grupos empresariales que más influyeron en el proceso de transición chileno fueron aquellos asociados a los gremios de gran poder económico (agrupados en la Confederación de la Producción y el Comercio)10 y al sistema financiero nacional e internacional (vinculados al mercado mundial, pero desvinculados de lo político).

El rol de estos grupos durante la transición a la democracia fue relevante, aunque no se involucraron en las negociaciones referentes a la institucionalidad política, lo cual les permitió desmarcarse del ideario autoritario del gobierno militar –y a partir de allí– consolidar su poder en la sociedad (Flores 1999).

El lugar que, a partir de 1983, el gran empresariado comenzó a ocupar como interlocutor privilegiado del régimen, en cuanto a políticas económicas se refiere, contribuyó al impulso acelerado de las medidas privatizadoras. Las empresas estatales rápidamente comenzaron a pasar a manos de estos conglomerados. Proceso que ha sido descrito por Mönckeberg:

El proceso privatizador, seguido por el Régimen Militar, amén de una operación económica de pingües beneficios para los compradores, fue una estrategia política destinada a mantener el poder de ciertos grupos, aún después del ocaso del gobierno militar. Mientras la Derecha Gobernante vendía, la Derecha Económica compraba (Mönckeberg 2001: 5)

El discurso ideológico difundido por los empresarios durante la década de los ochenta, situándose como pilar del desarrollo económico, les sirvió para posicionarse públicamente como conductores del proceso económico, social y político del país, y como “activos participantes en la elaboración de las políticas públicas” (Flores 1999: 115).

Durante las negociaciones de la transición defendieron acérrimamente la preservación de la propiedad privada y la libertad económica como sostén de la democracia, y el desarrollo como su condición básica. Para ello, se plegaron al discurso enarbolado por el régimen militar en torno al principio de subsidiariedad como rector del orden público económico, el cual, fue reformulado de su génesis humanista-cristiana, hacia una interpretación neoliberal que anulaba la actuación del Estado.11

La centralidad que mediante el principio de subsidiariedad adquirió la sociedad civil, entendida como aquellos grupos sociales autónomos y despolitizados que deben asumir el rol económico y social que compete al Estado (Bauer 1998), facilitó a los empresarios justificar su actividad política como intermediarios entre el sector público y el privado (Flores 1999).

Paralelamente, en pos de la gobernabilidad democrática, se fue produciendo una desarticulación de los sectores populares que Delamaza y Ochsenius (2006) han denominado la “baja” sociedad civil, quedando progresivamente “subordinados a una conducción estatal enfrentada a los requerimientos de la inserción del país a un modelo de globalización” (Delamaza y Ochsenius 2006: 453). Por un lado, la transición en sí misma no logró absorber los requerimientos sociales, ya que éstos ponían en riesgo la estabilidad política buscada; y por otro, al igual que en otros países latinoamericanos, el cambio político se vio influido por el proceso de liberalización económica que impuso límites al alcance y la repercusión de la política democrática, al alero del consenso de Washington. La democratización, de este modo, quedó fuertemente vinculada a la dinámica modernizadora y de globalización, que ocupó en forma prioritaria la agenda de los gobiernos de la coalición concertacionista, al menos hasta el año 2005.

Según Huneeus (2008), la tendencia a priorizar la esfera económica como la principal vía de legitimación de la democracia, llevó a restar importancia a aquellos bienes políticos necesarios para la profundización y perfeccionamiento democráticos. La continuidad en la implementación de políticas neoliberales por parte de los gobiernos post autoritarios, ha dado paso a un escenario económico y político con escasas posibilidades de transformación social hacia la disminución de las desigualdades existente en el país.12

La continuidad del marco institucional diseñado para estimular una economía de libre mercado, ha llevado al fortalecimiento de ciertos grupos de poder que en palabras de Carl Bauer “tienen los recursos y la influencia para actuar en diferentes arenas legales y políticas” (Bauer 1998: 40). Siguiendo la tesis de Bauer, que aquí compartimos, la importancia que el principio de Estado subsidiario le ha otorgado a la autonomía de los grupos intermedios, ha elevado la defensa de la libertad del sector privado por sobre la regulación de su ejercicio, lo cual se ha visto reforzado por el rol que el poder judicial adquirió a partir de la nueva institucionalidad.

Como ha estudiado Bauer, la Constitución de 1980 reforzó el poder judicial y le otorgó mayor potestad de revisión sobre las acciones legislativas y administrativas del Estado. En sus palabras:

Los tribunales tienen un papel estratégico en un modelo legal-económico dominado por la libertad e iniciativa privada: deben proteger los derechos privados de una excesiva regulación estatal y resolver conflictos entre partes privadas donde los organismos estatales tienen menos poder de intervención (Bauer, C. 1998: 33).

De este modo, los Tribunales de Justicia se han encontrado orientados a garantizar los derechos económicos privados. Su objeto de regulación ha sido la interferencia estatal en la esfera privada, restringiendo así el poder económico y regulatorio del propio Estado. Con ello, se ha vuelto difícil la supervisión estatal de las alianzas económicas, la delimitación de la acción de los monopolios, y la fiscalización de las inversiones privadas en el sector público.

El posicionamiento discursivo del empresariado –que además ha contado con el control de los medios de comunicación (prensa y televisión)- sumado al funcionamiento de una institucionalidad acorde a sus intereses, le ha permitido liderar la conducción económica del país, legitimar su actuación política y fortalecer su influencia en la toma de decisiones a nivel nacional. Su consolidación como poder fáctico no se ha sustentado simplemente en la organización de acciones dirigidas a influir en la administración pública, sino que ha contado con efectivos mecanismos legales para la defensa de sus intereses corporativos.

Así, desde la transición a la democracia, el Estado de Derecho en Chile no se ha visto enfrentado a los poderes fácticos de tipo económico, por el contrario, ha generado las condiciones de legitimidad para su accionar en la arena política del país.

De lo expuesto anteriormente se desprende que para el caso chileno, la aspiración de todo proceso democratizador por reducir los privilegios acumulados en períodos autoritarios y por disminuir el grado de influencia de grupos de interés vinculados al poder, se ha visto truncada.

3. Discusiones Finales

Siguiendo la tesis de Ramírez Valenzuela (2010), hemos sostenido que la obstrucción política para eliminar los remanentes institucionales del régimen militar, asentada en las características de la transición democrática, ha decantado en un modelo democrático paradójico, en el que han coexistido prácticas políticas democráticas, tales como la separación de poderes, las elecciones universales y libertad de opinión, con estructuras institucionales de corte autoritario.

La enmienda constitucional del 2005, si bien suprimió los enclaves de poder autoritarios y con ello contribuyó a una mayor democratización, no significó una reforma que lograse desmantelar el diseño institucional dictatorial. Diseño que continúa obstaculizando el pleno desarrollo democrático hasta nuestros días.

Como hemos visto, la pervivencia de las disposiciones políticas y económicas del régimen, por un lado han profundizado la inequidad social, y por el otro han limitado la participación política y la libre competencia electoral, favoreciendo la conformación de élites políticas y conglomerados económicos que concentran el poder en la toma de decisiones en asuntos de interés nacional. Con las medidas privatizadoras se ha priorizado la protección de los bienes de propiedad y se ha limitado la capacidad redistributiva y garante del Estado, a nivel de la prestación de servicios sociales y de la gestión de los bienes de uso público. De este modo, los derechos sociales se han visto deteriorados en su ejercicio, reducidos a un reconocimiento formal de baja intensidad, cuya gestión se desregula y privatiza.

Para finalizar, interesa destacar que el modelo de transición, que ha sido considerado como ejemplar y acertado, junto a sus políticas de ‘amarre’, posiblemente sea uno de los aspectos determinantes de las dificultades que actualmente presenta la democracia chilena, cuya expresión más evidente han sido las manifestaciones estudiantiles que –vinculadas a una crítica al modelo educativo chileno heredado de la dictadura– comenzaron a aparecer en la década del 2000 y que han derivado en un movimiento social de magnitud histórica.

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Notes

1 El Mercurio, 8 de agosto de 1991. Return to text

2 La Nación, 14 de Julio de 2005 Return to text

3 El autor sostiene que ambos plebiscitos presentaron irregularidades, tales como la inexistencia de un registro electoral y de un monitoreo eficaz de la votación y del recuento de los votos. Return to text

4 Entre éstas se encontraba la reforma a la Constitución de 1980 para que se pudiesen convocar elecciones libres y de este modo acortar el período de transición trazado por Pinochet. Return to text

5 En el hecho que estas exigencias tuvieran eco, influyó el fallo del Tribunal Constitucional que, para sorpresa del gobierno, señaló que el plebiscito de 1988 debía estar tutelado por el Tribunal Calificador de Elecciones, para lo cual era requisito que entrara en vigencia la normativa de la nueva institucionalidad política sobre registros electorales, partidos políticos y organización de procesos electorales. A esto se sumó el apoyo de organismos internacionales y del Gobierno estadounidense, además del interés de algunos sectores nacionales, como la Iglesia y la derecha moderada, porque el proceso se realizase con garantías mínimas que no diesen espacio a dudas respecto a su validez, y con ello, abrir cuestionamientos en torno a la legitimidad del gobierno militar, como había ocurrido con los plebiscitos anteriores. Return to text

6 El conglomerado de derecha coincidía en su rechazo al marxismo, en su defensa del golpe de Estado y en la mayor parte de las medidas adoptadas en la primera década de régimen militar, pero se encontraba dividido. Por un lado, estaban los férreos partidarios del Régimen agrupados en la llamada Unión Demócrata Independiente (UDI) que apoyaba la candidatura de Pinochet para el nuevo período. Por otro, los sectores que se habían distanciado del régimen y que desde 1983 habían promovido algunas reformas a la Constitución en la búsqueda de una apertura hacia la democracia representativa. Las diferencias en el interior de la oposición también se arrastraban desde 1983, período en el que habían fracasado las negociaciones de apertura con el régimen. Las agrupaciones políticas que conformaban el conglomerado presentaban tendencias divergentes, aún cuando hubiesen coincidido en el deseo de finalización del régimen militar mediante la renuncia de Pinochet y la deslegitimación de la Constitución de 1980. Recién a partir de 1988, de cara al plebiscito, la oposición -mediante la conformación de la coalición Partidos de Concertación por el NO (posteriormente afianzada como Concertación de Partidos por la Democracia)- comenzó a delinear un frente común para fortalecer sus demandas de democratización. Return to text

7 Estas leyes, que coloquialmente fueron denominadas “de amarre”, no podrían alterarse sin un voto conforme de las cuatro séptimas partes de los diputados y senadores en ejercicio. Entre otras, se suspendía la facultad constitucional de la Cámara de Diputados para investigar y fiscalizar los actos de los miembros y funcionarios del régimen militar; se establecía la permanencia en sus cargos de casi todos los funcionarios públicos (Ministerios y Servicios); se aseguraba el nombramiento de alcaldes a través de la figura de Consejos comunales cuyas autoridades quedaban designadas por Pinochet; se aseguraba el nombramiento de Jueces de la Corte Suprema antes del cambio de gobierno; y se limitaban las facultades del nuevo Presidente de la República sobre los militares (Valenzuela 1997). Return to text

8 El COSENA es un organismo creado por la Constitución de 1980, cuya función es asesorar al Presidente de la República en materias vinculadas a la Seguridad Nacional. Return to text

9 Sistema electoral promulgado en 1988 a través de la ley orgánica constitucional sobre votaciones populares y escrutinios (Nº 18.700). Este sistema restringe la carrera electoral independiente, pues asegura una cuota de representación a las coaliciones de partidos, incentivando con ello el bipartidismo. En las elecciones parlamentarias, los partidos políticos o los pactos electorales, a diferencia de las candidaturas independientes, pueden incluir hasta dos candidatos, conformando una lista o nómina. Para proclamar como elegidos a los dos candidatos de una misma lista no basta con que éstos obtengan la primera y segunda mayoría de los votos absolutos, sino que la lista ‘duplique’ al total de votos de los de la lista o nómina que le siga en número de sufragios. De no ser así, se elige un cargo de cada una de las listas o nóminas que obtengan las dos más altas mayorías de votos. (Alcántara Sáez y Ruiz Rodríguez 2006). Return to text

10 Conformada por la Sociedad Nacional de Agricultura, la Cámara Nacional de Comercio, la Sociedad Nacional de Minería, la Sociedad de Fomento Fabril, la Cámara chilena de la Construcción, y la Asociación de Bancos e Instituciones Financieras de Chile. Return to text

11 El principio de subsidiariedad, articulador de la Constitución de 1980, destaca el rol de los grupos intermedios como líderes de la actividad económica, dejando al Estado solamente aquellas funciones que los particulares no están en condiciones de cumplir adecuadamente, como serían la seguridad nacional, el poder judicial y la fiscalización (Guerrero 1979; Varela del Solar 1989). Jorge Varela plantea que el principio de subsidiariedad, entendido desde el prisma de la Economía de la Solidaridad, tendría como finalidad el equilibrio de las relaciones entre la sociedad y el Estado, y que su reinterpretación neoliberal conduciría a una “econocracia”, mediante la anulación del Estado (Varela 1989). Return to text

12 Chile entre los años 1992 y 2006 presentó un coeficiente de GINI superior al 0.52, situándose en el segundo grupo de países con mayores índices de desigualdad en la distribución del ingreso de América Latina. A esto se añade, que entre los años 1990 y 2005, el porcentaje promedio de gasto social como porcentaje del PIB nacional, fue de un 13,1%. Fuente: Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), sobre la base de información proveniente del Anuario Estadístico, División de Estadísticas y Proyecciones Económicas, 2008. Según el último informe de la Organización para la Cooperación Económica y el Desarrollo (OECD), al 2011 Chile presenta un coeficiente de GINI de 0.50, siendo el país con mayor desigualdad de ingresos entre los países miembros. Fuente: Society at a Glance 2011 - OECD Social Indicators, en http://www.oecd.org/dataoecd/39/23/47572883.pdf Return to text

References

Electronic reference

Paula Zabala Lladós, « Chile y los poderes fácticos de iure. Un caso paradójico de transición a la democracia », Individu & nation [Online], vol. 6 | 2015, 26 August 2015 and connection on 21 November 2024. DOI : 10.58335/individuetnation.356. URL : http://preo.u-bourgogne.fr/individuetnation/index.php?id=356

Author

Paula Zabala Lladós

Psicóloga, Universidad Diego Portales de Chile, Máster en Estudios Latinoamericanos Universidad Autónoma de Madrid, Becaria Doctoral Instituto de Historia-CCHS, CSIC, C/ Albasanz 26-28, Madrid – paula.zabala [at] cchs.csic.es