“Una sociedad con libertades no puede construirse sin una libertad económica y sin un reconocimiento explícito de la misma en la Constitución”.1 Agustín Rodríguez Sahagún, presidente de la Confederación de la Pequeña y Mediana Empresa (CEPYME) y vicepresidente de la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE), formulaba de esta manera los pilares básicos que habían de sustentar, a juicio de los hombres de negocios, la transición política a la democracia. La relevancia que otorgaban los empresarios, y no sólo ellos, a la elaboración y posterior ratificación del texto constituyente nacía de la convicción de que permitiría solventar el vacío político inherente al proceso transicional y las incertidumbres de todo tipo que, inevitablemente, llevaba aparejado. La Carta Magna, en cuanto norma suprema que -entre otros aspectos- define el marco institucional, fija las normas que deben regular el comportamiento de los actores políticos y los cauces para la resolución de los conflictos, suele operar como instrumento fundamental para legitimar y, en consonancia, consolidar el nuevo orden democrático (Schmitter 1999: 328), si bien no en todas las transiciones políticas llega a verificarse la aprobación de un texto inédito.
A pesar de que en no pocos estudios sobre la transición española a la democracia se alude a la influencia del empresariado y de sus organizaciones en el proceso de reforma política (Cabrera y Rey 1998: 141-164; Pérez Ledesma 1997: 289-293; Huneeus 1985: 227-229 y 368-373), las investigaciones que, desde la historiografía, se han aproximado a su análisis son, todavía hoy, excepcionales (Cabrera y Rey 2001; González Fernández 2002 y 2007). Los historiadores han prestado, por lo general, una especial atención a la trayectoria de los partidos políticos, los distintos procesos electorales y a la construcción del Estado de las Autonomías. Afirmación similar puede hacerse respecto de las organizaciones sindicales -sobre las que ya existen un número notable de trabajos referidos a su proceso de formación, desarrollo y actividades semiclandestinas en la oposición al régimen y, posteriormente, a su trayectoria como organizaciones legales y protagonistas del proceso transicional, y a los movimientos sociales de base popular. No puede hacerse extensiva de igual manera al mundo de los negocios.
El hecho de que los historiadores hayan mostrado escaso interés hacia este ámbito de estudio no quiere decir que no existan trabajos específicos. Hasta el momento se han publicado no pocas investigaciones sobre los empresarios y el sistema asociativo gestado durante la transición, realizadas casi en su totalidad por sociólogos, politólogos juristas y economistas. Sin negar en modo alguno la indudable importancia y validez de sus aportaciones, lo cierto es que -como afirmó J. Tusell (1996: 113) refiriéndose al tratamiento que hacen los primeros sobre la transición política- sus resultados suelen ser fragmentarios y no tienen en cuenta el factor temporal de forma suficiente, sino que de forma sucesiva presentan el punto de partida inicial y la conclusión correspondiente.
Y, sin embargo, determinar el papel que desempeñaron los empresarios en el proceso transicional y su participación en el denominado pacto social, es decir, en la fórmula del consenso, resulta a todas luces necesario para obtener una visión más ajustada del tipo de democracia resultante en España. Ese análisis –que ha de insertarse en el debate sobre el protagonismo en el cambio político- requiere tener presentes algunas consideraciones previas. Las organizaciones empresariales, al igual que otros grupos de interés, no suelen desempeñar un papel activo en las fases iniciales de los procesos de cambio político, incluso aunque la debilidad del régimen dictatorial cause desasosiego e inquietud entre sus filas. La actuación del mundo de los negocios, de otro lado, se sustenta en una serie de variables bien determinadas, aunque no todas perfectamente definidas desde un primer momento. La defensa de la democracia representativa, unida –del mismo modo que las dos caras de Jano- a la economía de mercado y a la libertad de empresa. La ausencia, constatable a medida que avanzaba la transición, de una identificación plena con ninguno de los partidos políticos existentes y, en consonancia, una creciente desconfianza respecto al compromiso partidario con la tutela de los intereses empresariales. En tercer lugar, un generalizado sentimiento de inseguridad motivado –en el caso español- por la profundidad de la crisis económica, la ofensiva desplegada por los sindicatos, que –ya desde finales de los 60- había minado seriamente su autoridad y capacidad de maniobra en los centros de trabajo, y por la existencia de una consideración social negativa –cuando no directamente hostil- hacia su figura y actividades, fruto de la íntima vinculación establecida entre la dictadura y el empresariado.
A esas consideraciones ha de añadirse, como argumento fuerte que explica su trayectoria e intervención en los procesos transicionales, la sustancial modificación que suele producirse en el comportamiento y estrategias usuales del mundo empresarial en estas coyunturas. Esto es, la percepción de que sus negocios no gozan de la protección adecuada por parte de las instituciones o incluso de que se hallan bajo amenaza por la irrupción de nuevos actores en la escena política, inducirá la renuncia al individualismo que es inherente a la actividad empresarial para recurrir a la acción colectiva como mecanismo idóneo para defender sus intereses en un presente que perciben sombrío y ante un futuro no menos incierto. Una estrategia que exige como paso previo la gestación –o en su caso refundación, como ocurrió en el caso de la patronal francesa después de la II Guerra Mundial- de un modelo asociativo adaptado a los requerimientos y pautas de actuación propias de la democracia. Dicho en positivo, un modelo basado en los principios de libertad y voluntariedad, capaz de cohesionar los distintos –a veces enfrentados- intereses de sus asociados en una organización unitaria, representativa y, sobre todo, reconocida como tal por sus interlocutores, los sindicatos obreros y los poderes públicos.
La especial sensibilización del mundo de los negocios hacia la política, iniciada ya en los años finales de la dictadura ante la inseguridad que generaba el futuro sin Franco, alcanzó su clímax en el transcurso de los trabajos conducentes a la elaboración del texto constituyente. Y ello por una razón primordial: la evidencia de que la Carta Magna determinaría las coordenadas que iban a regir el futuro del país y, en consonancia, su propio futuro como hombres de negocio. Esa inquietud se tradujo en la irrupción –a veces virulenta y casi siempre con elevadas dosis de dramatismo- de los empresarios y de sus asociaciones en la escena política con la finalidad de asegurarse la elaboración de un texto constituyente acorde con el modelo de sociedad que ambicionaban para España, focalizada en el binomio democracia pluralista y economía de mercado.
El análisis de las estrategias desplegadas sobre los actores políticos, especialmente sobre el partido en el gobierno, para lograr ese objetivo se ha estructurado en varios apartados. Se pretende, en primer lugar, examinar el contexto económico y sociopolítico en el que operaban los hombres de negocios en la segunda mitad de los 70 para, a continuación, determinar el repertorio de acción utilizado en las diversas fases que se sucedieron en la elaboración de la Carta Magna. Un tiempo que transcurre en tres etapas claramente definidas. La primera abarca los trabajos de la ponencia constitucional encargada de redactar un primer anteproyecto en un período que, iniciado en agosto de 1977, puede considerarse finalizado el 23 de noviembre, día en que se filtró el texto a los medios de comunicación. Una fase ésta en la que empresarios a título individual y, más comúnmente, a través de las organizaciones de interés existentes recurrieron, dentro del catálogo de acción propio de los grupos de interés (Offerlé 2012: 83-97) a la persuasión cerca del gobierno, partidos políticos, grupos parlamentarios y la opinión pública sobre la necesaria introducción en el texto de un sistema pleno de economía de mercado. La publicación del anteproyecto dio paso, a partir de ese mismo mes de noviembre, a un nuevo tipo de acciones, más agresivas. La intimidación, mediante una intensa y exitosa campaña de movilizaciones, consiguió una parcial aproximación del ejecutivo y de la UCD –por entonces cercana la conservadora AP a sus planteamientos. Esta segunda etapa finalizó abruptamente en la noche del 22 de mayo de 1978, una vez que –ante el riesgo de ruptura de los socialistas y la imperiosa necesidad de asegurar una constitución consensuada y, con ella, el éxito del proceso transicional- UCD virase en su estrategia en favor de un entendimiento fundamental con el PSOE.
1. Una coyuntura inquietante
La introducción en España de las reglas propias de una economía de mercado, uno de los objetivos prioritarios enarbolados por el mundo de los negocios en los años 1977-78, no era, en puridad, un planteamiento novedoso. Ya desde comienzos de los 60 sectores minoritarios, generalmente barceloneses y, en especial el Círculo de Economía, se habían pronunciado a su favor, si bien con las matizaciones oportunas derivadas de la defensa de los intereses de la Nación que, usualmente los empresarios equiparan a los suyos, y del respeto a las “mejoras sociales alcanzadas” (Molinero e Ysàs 1991: 92; González Fernández 2008: 108). La innovación provenía, en todo caso, de la identificación entre el sistema de economía de mercado y la democracia, asumidos como un todo único y, por ello mismo, inextricable (Morlino 1998: 39).2 Esa equiparación, casi obsesiva en el transcurso de los trabajos que precedieron a la aprobación en referéndum de la Constitución, en diciembre de 1978, nacía de una profunda y angustiada incertidumbre sobre el futuro del país, de sus empresas y, en última instancia, sobre su propio futuro como empresarios (Cabrera y Rey: 2002). Podría parecer, a un observador atento, una preocupación sin un fundamento sólido, hasta cierto punto gratuita. La inserción de España en el bloque occidental capitalista y el clima de distensión en la Guerra Fría no hacían previsible, en el proceso de democratización, cambio alguno en el alineamiento del país en el sistema de relaciones internacionales. Las encuestas de opinión pública revelaban, incluso entre los trabajadores, una aceptación bastante generalizada del sistema capitalista (FOESSA 1981: 621). Y, de otro lado, el gobierno salido de las urnas tras las primeras elecciones democráticas, celebradas el 15 de junio de 1977, se hallaba en manos de la UCD, una coalición de signo moderado que incluía en su seno a formaciones democratacristianas y liberales. A priori, la mejor garantía para proporcionar estabilidad a la vida política, restaurar la paz social en las empresas y una adecuada tutela a la libre iniciativa privada.
El horizonte que ante sí tenían los hombres de negocios no era, sin embargo, tan halagüeño, ensombrecido como estaba por presencias y amenazas diversas. La hostilidad social hacia la figura del empresario y la general incomprensión que rodeaba su actividad, resultado de la exitosa difusión de valores anticapitalistas en amplios sectores de la población, eran unas de ellas (Cabrera y Rey Reguillo 2002: 328-330). La falta de legitimidad de los empresarios, definidos en bloque como grandes beneficiarios y sostenedores de la dictadura franquista, se había acrecentado a medida que se acentuaba la crisis económica y, en consonancia, aumentaban las suspensiones de pagos, los cierres de empresas y las cifras de paro. Una dinámica, ésta, que se intensificó a partir del otoño de 1977 con la entrada en vigor de los Pactos de la Moncloa (Fuentes Quintana 1990: 31-32, Trullen i Thomas 1993, 158-221). La aplicación, entre otras medidas, de una política monetaria restrictiva agravó las dificultades financieras de las empresas, intensificó el malestar social y prestó nuevos bríos a la campaña antiempresario en la que -en su opinión- indefensos y sin apoyo de las autoridades se hallaban inmersos. Una campaña que, orquestada por las organizaciones sindicales y por determinados sectores de la prensa, incluida la prensa económica, se sustentaba en la identificación en bloque del mundo de los negocios con el inmovilismo político, el llamado “búnker”, y había concluido en el desarrollo de un clima social que cuestionaba la propiedad privada. Más grave aún –según denunció un empresario- amplios sectores sociales señalaban al empresario como “culpable de todos los males del país” (González Fernández 2002: 31).3
No menos alarmante resultaba para los empresarios el retorno al ágora política de los partidos de izquierda. Expulsados durante la larga dictadura franquista, regresaron ahora para cuestionar las relaciones de poder preexistentes y, llegado el caso, poner en práctica su propio modelo de sociedad. Las previsibles repercusiones de la aplicación de su programa ideológico sobre la economía, en general, y sobre el desenvolvimiento de sus negocios, en particular, se hallaban en la mente de aquellos empresarios, más veteranos, que habían vivido las turbulencias del período republicano. Pero no era necesario remontarse en el tiempo. Al otro lado de la frontera, en la vecina Portugal, los acontecimientos que siguieron a la Revolución de los Claveles reactivaron con fuerza la preocupación y el miedo a las izquierdas. Las nacionalizaciones decretadas por los nuevos poderes públicos en marzo de 1975, las detenciones de destacados empresarios y el exilio de otros muchos precedieron a la aprobación de una Carta Magna, en abril del año siguiente, que no dejaba lugar a dudas sobre sus intenciones. La idea de que el país se hallaba en fase de transición al socialismo indujo la aceptación de la reforma agraria, considerada “uno de los instrumentos fundamentales para la construcción de la sociedad socialista”, la irreversibilidad de las nacionalizaciones y la fijación de severas restricciones a la iniciativa privada. Aunque el mercado y sus instituciones básicas, la propiedad privada y la libertad de iniciativa, sólo adolecieron de una desvalorización relativa como factores de desarrollo económico y social que no impidió su ejercicio por entero, a juicio de los empresarios portugueses sus intereses no se hallaban representados ni protegidos dentro de los principios constitucionales del 76.
La nueva Carta Magna, a juicio del mundo de los negocios, debía ser objeto de una profunda e inmediata revisión que eliminara del texto sus aspectos colectivizadores y fijara un sistema de economía de mercado basado en la empresa privada como motor del desarrollo económico (Garoupa e Rossi 2005: 432-33; Lucena e Gaspar 1992: 855-856). Esa revisión, en el período en que se desarrollaron los debates constitucionales en España, los años 1977-1978, parecía altamente improbable. El triunfo electoral del Partido Socialista portugués, con el que la Confederación Industrial Portuguesa (CIP) había mantenido fluidos contactos desde la primavera de 1975 sobre la base común de su rechazo a la deriva revolucionaria, no respondió a sus expectativas. Todo lo contrario. Para su sorpresa y malestar, el gobierno socialista desplegó una política que pretendía aunar, a un tiempo, la contención con la consolidación de las “conquistas revolucionarias”, precisamente para fortalecer la posición económica del Estado (Lucena y Gaspar 1992: 896-897).
Pese a compartir la misma cultura anticapitalista que sus homólogas portuguesas, la trayectoria de las izquierdas españolas en los inicios del proceso democratizador había sido sustancialmente diferente, especialmente en el caso del PCE.4 En el ámbito político, además, los temores del mundo de los negocios habían quedado circunscritos, tras las elecciones de junio de 1977, a la única formación que, en rigor, podría convertirse en alternativa de gobierno: el PSOE. Un miedo no por ello menos intenso. El programa socialista aprobado en el XXVII Congreso del partido auguraba un futuro poco esperanzador para la economía de mercado y la iniciativa privada (Juan Asenjo 1983: 96). Así parecía inferirse de su definición como partido marxista de clase y de sus objetivos: “la conquista del poder político por la clase trabajadora y la transformación de la sociedad capitalista en una sociedad socialista”. Cierto es que los dirigentes del partido atemperaron su radicalismo programático con un discurso moderado y pragmático que apostaba por una constitución abierta y flexible que posibilitara, “si esa fuese la voluntad popular”, la aplicación de programas socialistas y la transformación socioeconómica de la sociedad, sin que “tenga que plantearse severamente en términos rupturistas”. Como es lógico, que los socialistas concibieran la economía de mercado como simple punto de partida para introducir -aunque por vías no revolucionarias y en un futuro sine die- sustanciales modificaciones de la misma no podía menoscabar el recelo de los hombres de negocios hacia su posible acceso al gobierno. Máxime cuando en su discurso, calculadamente ambiguo y poco coherente, sostenían a un tiempo la legitimidad del beneficio y la necesidad de una política de nacionalizaciones.5 (Tezanos 1977: 10; Juliá: 1997)
Para su sorpresa y no poco desconcierto, los empresarios no encontraron en el segundo gobierno Suárez la protección que esperaban frente a esas amenazas e incertidumbres. Los nombramientos de Enrique Fuentes Quintana, ministro de Economía, y de Joaquín Garrigues Walker, fundador de la Federación de Partidos Liberales y Demócratas -integrada en UCD-, en la cartera de Obras públicas y Urbanismo, junto a la declaración programática de Suárez en la que llamaba a “la colaboración responsable de todos los grupos sociales y partidos políticos” para afrontar la grave situación económica indujeron una cierta confianza.6 Inquietud e incluso indignación clamorosa provocaron pocos días después las declaraciones del flamante ministro de Trabajo, Manuel Jiménez de Parga, sobre sus propósitos -aceptados implícitamente por el gobierno- de democratizar la empresa mediante la elección de sus directores “por quienes forman parte de la comunidad”.7 El proyecto, sustentado en la primacía de la función social de los centros de trabajo en detrimento de su función económica, fue denunciado de manera unánime como un ataque frontal a la autoridad de los empleadores en sus empresas. Más alarmante y fuente de una viva polémica, por su trascendencia y repercusiones, resultó la segunda conclusión que extrajeron los empresarios: el ministro había cuestionado el derecho de propiedad privada y, en consonancia, el principio rector de la economía de mercado e incluso de la propia democracia.8
La percepción de la parcialidad del gobierno, de que los empresarios no gozaban del mismo tratamiento que los trabajadores, se agudizó una vez que conocieron a través de la prensa, las principales directrices de la política económica elaborada por Fuentes Quintana. Muy alejadas de las fórmulas propuestas desde el mundo de los negocios y, más en concreto por la CEOE,9 creada formalmente como organización cúpula del sistema de representación de los intereses empresariales a finales de junio de 1977 (Martínez y Pardo, 1985; Aguilar: 1985; González 2007: 167-186), la Confederación adquirió a lo largo de los meses siguientes un protagonismo creciente en los medios de comunicación. De acuerdo con sus insistentes protestas y reclamaciones, no parecía sino que la baja competitividad de sus empresas se hallaba motivada por un conjunto de factores externos a su gestión e imputables en exclusiva al gobierno, a su insolvencia para afrontar con decisión el grave deterioro de la economía y de avanzar en la senda del libre mercado (Simón Fernández 1997: 140; Gutiérrez 2001: 299-303).10 En el marco de esa campaña de persuasión ha de insertarse el manifiesto que, dirigido al país, publicó la CEOE en el mes de octubre, en plenas conversaciones para la firma de los Pactos de la Moncloa y avanzados ya los trabajos de la ponencia constitucional. Un texto en el que las críticas al gobierno por su “actuación indecisa e incoherente” se complementaban con la reivindicación, con todas sus consecuencias, de las reglas propias de una economía de mercado.11
Los Pactos de la Moncloa, firmados el 21 de octubre de ese mismo año, no frenaron la inquietud del empresariado. El malestar no provino únicamente de la ausencia de consultas previas por parte del gobierno sobre un texto de naturaleza económica y laboral como tampoco de su contenido, aunque fuera tachado de “error profundo”. La desazón tenía su origen en la misma esencia de un pacto político y, como tal, rubricado por los partidos del arco parlamentario, que fijaba de modo explícito el modelo de economía de mercado12 del que, sin embargo -denunció la CEOE- se omitían algunos de sus aspectos cardinales como la libertad de contratación y despido. Un marco que no contemplase la libertad en el ámbito de las relaciones laborales no podía considerarse, en consecuencia, un sistema económico homologable al de los países de la Europa occidental entre los que España, paradójicamente, deseaba integrarse. Los Pactos de la Moncloa, en consonancia, eran fundamentalmente incongruentes y contradictorios (González Fernández 2007: 177).
La ardorosa defensa de la libertad esgrimida por los dirigentes de la patronal no estaba exenta de contradicciones. Suele ser habitual que, sin excesivos escrúpulos, los hombres de negocio enarbolen ese estandarte y, al mismo tiempo, demanden protección del Estado a sus empresas que, al fin y al cabo –sostienen- constituyen la espina dorsal de la economía del país (Calvo Sotelo 1990: 163-164). Consciente de esa contradicción y en una labor de pedagogía necesaria para allegar el concurso de los empresarios en la ejecución de los Pactos, Fuentes Quintana hubo de recordarles los términos y condiciones que, operativos desde 1945 en los países occidentales, habían de regir el nuevo marco político y económico:
“Una sociedad democrática se construye con criterios de libertad política y económica. Libertad económica significa competencia de mercado y un sector público que corrija injusticias y llegue donde la iniciativa privada no alcanza”.13
2. La intimidación. La batalla por la economía de mercado
En un contexto como el examinado páginas atrás, plagado de ambigüedades y mensajes contradictorios y tras la decepción suscitada por los Pactos de la Moncloa, la redacción de la futura Carta Magna y, especialmente, de la llamada constitución económica (Vallejo Pousada 2003: 159), cobró un significado crucial para el mundo de los negocios. Estaba en juego la definición del conjunto de reglas bajo las que tendrían que operar en cuanto empresarios. Unas normas que pueden fijar un orden abierto a una pluralidad de modelos económicos y sociales en función de la capacidad de actuación que concedan al Estado y a la iniciativa privada y de las relaciones que fijen entre ambos. O bien, y esta era la opción que los empresarios españoles exigían, un orden cerrado. Dicho de otra manera, la constitucionalización de un modelo económico y exclusivo, de un sistema pleno de economía de mercado.
La redacción de un anteproyecto de constitución, confiada a una ponencia de siete diputados pertenecientes a la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas del Congreso de los Diputados, inició sus trabajos a primeros de agosto de 1977.14 En esta primera fase los representantes de UCD no prestaron especial atención a las cuestiones económicas y parecieron ir a remolque, en los debates, de los planteamientos de Manuel Fraga, líder y ponente de la conservadora Alianza Popular (AP), muy próximos a los argumentos de la CEOE. Sin embargo, Fraga no era, ni deseaba ser, el hombre de la patronal (Peces Barba 1988: 155-156; Fraga 1987: 109). La cercanía de sus respectivas posturas no respondía a una defensa explícita de los intereses del mundo de los negocios -así lo denota además la percepción de orfandad política de los dirigentes de la CEOE-15 cuanto a unos planteamientos socioeconómicos semejantes –en cuanto liberales- y a la convicción de que la discusión sobre el sistema económico afectaba de lleno a la definición del modelo social y político (Fraga 1985: 55). Un liberalismo radical en el caso de AP y una opción que basculaba, en el de UCD, entre las simpatías al mercado de su sector liberal, liderado por Joaquín Garrigues Walker, y la propensión al Estado del grupo social-demócrata, encabezado por Francisco Fernández Ordóñez.
Conscientes de que se trataba de una suerte de borrador, los ponentes –que, de común acuerdo, trabajaron a puerta cerrada- no tuvieron excesivas dificultades para llegar a una redacción plagada de equilibrios y transacciones y, por ello mismo, no exenta de discordancias y equívocos.16 El tratamiento equilibrado de los sindicatos, organizaciones profesionales y asociaciones empresariales, reconocidos como organismos de representación de intereses y la fijación de una economía de mercado subordinada a la “planificación democrática” fue resultado de acuerdo. Como también lo fue el artículo que recogía la posibilidad de la planificación de la actividad económica y estipulaba que, para su elaboración democrática, el gobierno tendría en cuenta las previsiones de los territorios autónomos “y el asesoramiento y colaboración de los sindicatos y otras organizaciones profesionales y empresariales, mediante la constitución de un Consejo, cuya composición y funciones se desarrollarán por ley” (ar.121).
No hubo consenso, sin embargo, en el capítulo de los derechos fundamentales en el que, con la oposición del socialista Gregorio Peces Barba y por iniciativa de Manuel Fraga quedaron recogidos la propiedad privada, el derecho a la herencia y a la previa indemnización en caso de expropiación por causa justificada (art. 29). Similar desacuerdo, protagonizado esta vez por Manuel Fraga, suscitó el artículo 118 que, entre otras competencias, facultaba a los poderes públicos para “intervenir conforme a la Ley, en la dirección, coordinación y explotación de las empresas, cuando así lo exigieran los intereses generales”. El debate más enconado en materia económica, no obstante, se produjo en torno al artículo 32 que regulaba como derecho la libre iniciativa económica privada, el derecho del empresario a establecer las condiciones de empleo conforme a criterios de productividad y a adoptar medidas de conflicto colectivo. Un artículo, en palabras de Peces Barba, “claramente antiobrero”, que dejaba al margen la contratación colectiva y “constitucionalizaba el lock out” (Peces Barba 1988: 59) y que pudo salir adelante, con la anuencia de Minoría Catalana y el PCE, gracias a la suma de los votos de los ponentes de AP y UCD.17
Las reticencias de Peces-Barba a esos artículos no implican, sin embargo, que el texto, aprobado por todos los ponentes a mediados de noviembre, respondiera a los planteamientos de Fraga, disconforme, de hecho, con “las excesivas concesiones a la ideología socialista y en general al intervencionismo estatal” del Título VII, Economía y Hacienda (Fraga 1987: 102). Opinión que, lógicamente, habrían de compartir los empresarios. Y efectivamente, tras la filtración del texto, publicado el 23 de noviembre en la revista Cuadernos para el Diálogo, una indignada conmoción se extendió en el mundo de los negocios. Desatendidos sus intereses -denunciaron- por la incompetencia y la poca coherencia del gobierno, urgía que se aprestaran a transmitir de manera enérgica a los poderes públicos cuáles eran sus criterios y a ejercer las acciones adecuadas para lograr una rectificación del texto.
En esa tarea participaron las diversas organizaciones empresariales existentes: la CEOE, las cámaras de comercio, la patronal bancaria, el Círculo de Empresarios y la Asociación para el Progreso de la Dirección (APD). De todas ellas, la reacción más inmediata y radical provino del presidente de ésta última, Antonio Garrigues Walker, que propuso la creación -recibida con alborozo por las entidades citadas- de una tercera cámara representativa de los intereses económicos.18 La respuesta más provocadora y contundente, sin embargo, surgió de la CEOE.
Apenas cinco días más tarde de la filtración, la catalana Fomento del Trabajo Nacional, dirigida por Carlos Ferrer Salat, presidente igualmente de la CEOE, aprovechó la convocatoria de una asamblea de sus asociados para iniciar una campaña de movilizaciones denominada “de Afirmación Empresarial”. La iniciativa tuvo un éxito arrollador. Unos 15.000 hombres de negocios, no todos catalanes, participaron en un acto que operó como una catarsis entre las filas de un empresariado angustiado por la presión de la crisis económica, las cargas financieras y la conflictividad laboral y, a un tiempo, indignado con un gobierno que “salido de unos votos de derecha” realizaba una “política de izquierdas”. La reunión finalizó con una serie de acuerdos entre los que se incluía elevar “un voto de censura al gobierno” y reclamar el establecimiento de “una completa economía de libre mercado”.19 La iniciativa de los catalanes fue secundada, a comienzos de diciembre, en parecidos términos y con éxito similar, por la Confederación Empresarial Valenciana (CEV) y, a mediados de mes, fueron los aragoneses los que, bajo la presidencia de Ferrer Salat, se reunieron con el mismo objetivo. En un clima de zozobra no exento de dramatismo, el presidente de la CEOE añadió a las críticas habituales contra el ejecutivo -tachado de “traidor”- una propuesta de evidente calado y repercusiones políticas al solicitar a los partidos liberales y demócratas cristianos -integrados en UCD- iniciativas que “recuperen la confianza del mundo inversor”.20
La escenificación de la creciente y generalizada hostilidad de los empresarios hacia el ejecutivo tanto como la demostración del poder que en poco tiempo había alcanzado la CEOE, logró que ese mismo mes de diciembre Suárez cediera en su reiterada negativa a entrevistarse con sus dirigentes.21 La frialdad, sin embargo, reinó en un encuentro en el que, por demás, unos y otro se ciñeron a un guión perfectamente definido y cerrado. La cúpula empresarial volvió a reiterar sus argumentos fuertes para el proceso transicional, que pueden sintetizarse en la defensa de una democracia occidental y de una economía de libre mercado, cuestiones ambas que deberían quedar recogidas claramente en la futura Constitución. Suárez, por su parte, se limitó a advertir que los empresarios debían adaptarse a las reglas de la democracia, y, muy especialmente, sobre los riesgos que llevaría aparejada, para sus intereses, la formación de un gobierno socialista. En otras palabras, debían aceptar las políticas gubernamentales como mal menor.
Como era previsible, a la vista de semejante conclusión, la entrevista no puso fin a la campaña de movilizaciones de la CEOE que, a finales de enero dio a conocer un nuevo manifiesto dirigido al país, “Por una Constitución que garantice el progreso social y las libertades económicas”. Objetivos que sólo podrían alcanzarse, obviamente, bajo un sistema de economía de mercado que debería quedar definido “sin posibles confusiones ni interpretación contradictorias” en la futura Carta Magna. Una delimitación que, en buena lógica, implicaba el descarte de la planificación y de las competencias otorgadas al Estado para intervenir en la dirección, coordinación y explotación de las empresas, que únicamente correspondían -salvo circunstancias excepcionales- al sector privado.22
La APD, por su parte, recurrió a sus conexiones políticas para organizar una serie de debates en los que representantes, generalmente economistas, de los principales partidos explicaban sus concepciones sobre el modelo económico ante un auditorio formado por hombres de negocios. Los primeros solían reproducir los planteamientos programáticos de sus respectivos partidos, divergentes en realidad únicamente sobre el carácter cerrado de la constitución, preferida por la UCD y defendida con rotundidad por AP, o flexible, opción asumida por el PSOE y PCE. Más interesantes que sus intervenciones, que recorrían senderos ya conocidos, resultaron los coloquios posteriores en los que los asistentes tuvieron ocasión de manifestar su frustración y desencanto hacia el texto, que alguno incluso llegó a calificar de “pasteleo” en materia económica.23
A las diatribas procedentes del mundo de los negocios contra la interpretación abierta de la constitución económica vino a añadirse el malestar del sector liberal de la propia UCD. Descontentos con el “excesivo intervencionismo del Estado que le da (al anteproyecto) un carácter híbrido respecto al socialismo” (Díaz-Gallego y Cuadra 1989: 44), los diputados ucedistas adscritos a esta corriente lograron que el grupo parlamentario anunciase su propósito de introducir, vía enmiendas, una definición más clara y rotunda del sistema de economía de libre mercado. La nueva actitud del partido en el gobierno, sin embargo, no aminoró el profundo malestar de la CEOE ni frenó su campaña de movilizaciones. Tampoco las explicaciones que, personalmente, ofreció uno de sus ponentes, Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, sobre el proyecto constitucional y, especialmente, sobre el contenido de las enmiendas que se proponían presentar (Herrero de Miñón 1993: 142). Bien es verdad que la campaña de la CEOE tenía otros objetivos no menos importantes para la organización y que coadyuvaron a perseverar en la senda de la movilización. De un lado, fortalecer sus señas de identidad como asociación cúpula y cohesionar, bajo su control, los distintos intereses empresariales. De otro, obtener el reconocimiento por los gestores gubernamentales de su monopolio representativo y, en consecuencia, su condición de interlocutora única y necesaria en la elaboración e implementación de las políticas públicas que afectaran de una u otra manera a la empresa (González Fernández 2007: 167-186).
No por casualidad, el 5 de febrero, días antes de que los siete ponentes se reunieran de nuevo para informar los votos particulares y enmiendas presentados al anteproyecto, más de 3.200, la CEOE convocó, esta vez en el Palacio de Deportes de Madrid, una asamblea multitudinaria bajo el lema “Reaccionemos”. Alarmado ante las previsibles repercusiones que la brecha abierta con el mundo empresarial podría tener sobre el ejecutivo y sobre la UCD, partido que ya entonces se hallaba internamente fracturado, Suárez hubo de salir a la palestra el día anterior a la concentración para asegurar:
“Prometimos defender la libre iniciativa y la empresa privada en el marco de una economía social de mercado, y ya lo hemos hecho tanto en los Pactos de la Moncloa como en una de las enmiendas presentadas por UCD al borrador de 1a Constitución”.24
La intervención del jefe de gobierno resultó, sin embargo, baldía. La radicalidad de alguno de los discursos, como el de José Antonio Segurado, presidente de la Confederación Independiente de Empresarios de Madrid (CEIM), y de las propuestas presentadas por varios asistentes, como las que planteaban que los hombres de negocios se declararan insumisos ante la Administración o el recurso “a las más altas instancias de la Nación”, en clara alusión a la corona, fueron acogidas con vibrante entusiasmo por unos 13.000 empresarios llegados de toda España. El éxito de la asamblea, respaldada por la presencia de diversos representantes de organizaciones internacionales, supuso un triunfo resonante para los dirigentes de la CEOE y, también, una seria llamada de atención al ejecutivo.25 Tanto que, igualmente inquietos por la actitud levantisca de los empresarios, los socialistas intentaron apaciguar sus temores sobre la política económica de un futuro gobierno del PSOE, si bien -como venía siendo habitual en el partido- con un discurso equívoco que, como es obvio, no aminoró el temor de los empresarios sino todo lo contrario. Las declaraciones, en las que se subrayaba que los socialistas “no han querido nunca estatalizar la economía”, mal podían compaginarse con sus propuestas de realizar «operaciones profundas de cirugía», que incluían la nacionalización de la siderurgia, la planificación de la energía eléctrica y nuclear.26
La ponencia constitucional inició de nuevo sus reuniones el 9 de febrero para elaborar el informe pertinente sobre las enmiendas y votos particulares presentados. A lo largo de las primeras semanas los debates avanzaron lentamente pero sin excesivos problemas, gracias a la llamada “mayoría mecánica”, la formada por los tres ponentes ucedistas y Fraga, que logró -en opinión de Peces-Barba- la inclusión de aspectos regresivos en el texto. Efectivamente, tal como se había comprometido con la CEOE, UCD presentó varias enmiendas relativas a la constitución económica que precisaban la definición del sistema de economía de mercado, limitaban la capacidad del Estado para intervenir en las empresas, que sólo podría realizarse “mediante ley en cada caso”, restringían -con la adición del término “profesionales”- el derecho de huelga a las realizadas por motivos estrictamente laborales e introducían la constitucionalización del lock out o cierre patronal (Gallego Díaz y Cuadra 1989: 45).
Los diputados de AP, como es lógico, presentaron una amplia panoplia de enmiendas y votos particulares que, entre otros objetivos, perseguían eliminar del texto sus “adherencias nacionalizadoras o socializantes” e incluso avanzar de manera decidida por la senda del liberalismo.27 Entre las primeras, junto a una definición precisa y rigurosa del sistema de libertad de empresa y economía de mercado que impidiera su “desnaturalización”, se añadieron el carácter obligatorio de la planificación económica para el sector público, y sólo indicativa para el privado, o la directa supresión del artículo que facultaba a los poderes públicos para intervenir en las empresas. En el ámbito de las relaciones laborales, las enmiendas planteaban, además de reconocer la facultad de los empleadores para organizar el trabajo en la empresa “en base a los principios de racionalidad y productividad y el derecho al cierre patronal”, pretendían una estricta regulación de la negociación colectiva. El carácter vinculante de los convenios para las partes, la prohibición de las huelgas como “arma política” y de la actuación de los piquetes venían a dar respuesta a cuestiones que, desde comienzos de los años 70, e incluso ya en los 60, habían sido motivo de constante zozobra para los hombres de negocio (González Fernández 2012: 281-307).
Entre las segundas, las destinadas a avanzar hacia un liberalismo de corte más radical, la más sugestiva fue el voto particular de Manuel Fraga al artículo relativo al ejercicio del derecho de petición. Amparándose en el modelo estadounidense y con el fin de “regular a los grupos de presión y garantizar la transparencia de sus gestiones ante los poderes del Estado, el líder de AP propuso el reconocimiento constitucional de los “grupos legítimos de intereses” que, en calidad de tales, podrían ser oídos previamente por las comisiones de trabajo parlamentarias (Fraga 1985: 44-45).28
Los escollos más importantes en los trabajos de la ponencia surgieron el 6 de marzo cuando, reunidos en el Parador de Gredos, comenzaron a debatirse las cuestiones verdaderamente sensibles para los socialistas. La educación era una de ellas. Otra era el reconocimiento del derecho a la libre iniciativa económica privada y del cierre patronal, que salieron adelante con el apoyo de los ponentes de UCD, AP y de Minoría Catalana. Su aprobación, junto al rechazo de la enmienda socialista que pretendía añadir, también como derecho, la iniciativa económica pública provocó la retirada de Peces-Barba, aunque días más tarde retornó a las reuniones y rubricó, ya en abril, el informe de la ponencia. Parecía, pues, al menos así lo pensaba entonces el ponente socialista, que “la presión de las organizaciones empresariales” había tenido éxito (Peces-Barba 1988: 118-119). Un apremio, a decir verdad, que -aunque convertido en leitmotif del discurso del mundo de los negocios- provenía también, y probablemente con mayor peso, del grupo liberal de la UCD.29
3. El acto final: negociación y acuerdo
El deshielo en las relaciones entre la patronal y el ejecutivo, favorecido por la presentación de las enmiendas ucedistas y estimulado por Fernando Abril Martorell, nuevo ministro de economía en sustitución de Fuentes Quintana tras el cambio en el equipo gubernamental realizado a finales de febrero, tuvo sin embargo, serias limitaciones –el área económica permaneció bajo el control del sector socialdemócrata de la UCD- y, sobre todo, una corta vida. A finales de marzo el mundo de los negocios conoció a través de los medios de comunicación el texto de la ponencia elaborado por la correspondiente comisión de trabajo del Congreso sobre el proyecto de Ley, presentado por el gobierno en el mes de enero, de Regulación de los Órganos de Representación de los Trabajadores en la Empresa, más conocido como Ley de Acción Sindical en la Empresa. La radicalidad del texto, merced a las enmiendas presentadas por los socialistas, “verdadero monumento a la demagogia (…) digno de los momentos más floridos e incoherentes de la revolución portuguesa”,30 contó sorpresivamente con el voto favorable de los ponentes ucedistas. Una postura que se ha querido vincular a los compromisos contraídos en los Pactos de la Moncloa (Espuny y Paz 2006), aunque no dejó, en aquellos momentos, de ponerse en relación con el acuerdo forjado entre UCD y PSOE en respuesta a la retirada de Peces Barba de la ponencia constitucional. Sea como fuere, la posición de la UCD sembró el desconcierto y la más viva alarma entre los empresarios sobre las verdaderas intenciones del ejecutivo.
Esa preocupación, desde su perspectiva, no dejaba de tener fundadas razones. Las modificaciones introducidas en el texto potenciaban la sindicalización de la participación de los obreros en los centros de trabajo (Pérez Amorós 2006: 10) y le otorgaban, en opinión de El Pais, un marcado carácter cogestionario que, a juicio de los empresarios y no sólo ellos, coartaría severamente su capacidad de dirección en sus negocios. Calificado como un “ataque frontal al sistema de economía de libre mercado”, una “maniobra comunista para hacerse con el poder dentro de las empresas” e incluso de anticonstitucional si prosperaba el proyecto de texto constituyente,31 la CEOE desplegó una formidable campaña a lo largo de los meses de abril y comienzos de mayo para conseguir su retirada de las Cortes (Díaz Varela y Guindal 1990: 165; González Fernández 2007: 180). Perfectamente planificada y dirigida por José María Cuevas, presidente de su comisión de relaciones laborales, la presión de la organización cúpula sobre el gobierno, la administración, los diputados y la opinión pública, contó con el apoyo entusiasta de las asociaciones miembro, del Círculo de Empresarios y las Cámaras de Comercio y, más resonante aún, eco internacional. Las explosivas declaraciones de su presidente, Carlos Ferrer Salat, en el Hispanic Institute de Nueva York en las que calificó el proyecto de ley como “el ataque más duro que ha sufrido la libertad de empresa en Occidente” inquietaron seriamente a los gestores gubernamentales. Ante las más que probables repercusiones sobre los inversores extranjeros Suárez, de nuevo, se vio forzado a asumir una actitud contemporizadora y, tras asumir las razones que alimentaban el nerviosismo de los empresarios -razones extraeconómicas vinculadas a la indefinición del marco institucional y a la incertidumbre política- insistió en su defensa de la economía social de mercado y en su explícito reconocimiento constitucional.32
Las declaraciones de Suárez no consiguieron, sin embargo, que la campaña empresarial arreciara un ápice. La angustiada zozobra en la que los empresarios se debatían y que no dudaban en publicitar con intensidad y no poco dramatismo se fundamentaba en la convicción de que el anteproyecto de ley prejuzgaba, junto al modelo de empresa, uno de los puntos fundamentales del orden económico y social, no verdaderamente consensuados, del texto constituyente: el sistema de relaciones sindicales. No dejaba de ser una paradoja inquietante que, exactamente al contrario de lo que había ocurrido en la República Federal de Alemania, el reconocimiento explícito en la Carta Magna de la economía de mercado no quedase recogido de la misma manera en el ordenamiento jurídico33 y, en consonancia, fuera anulado o coartado a efectos prácticos por una ley previa, preconstitucional.
La presión desplegada en distintos niveles por la CEOE logró que, a comienzos de mayo, el grupo parlamentario ucedista presentara una serie de enmiendas al articulado que restringían seriamente las competencias que la ponencia había concedido a los comités de empresa, aunque no llegó a retirar el texto de las Cortes. La victoria de la CEOE, con todo, no dejaba de ser un triunfo parcial en una batalla de resultado todavía incierto. En realidad, la liza entraba, precisamente entonces, en la que se convertiría en su fase final: los debates en la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas,34 reunida a partir del 5 de mayo para elaborar el pertinente dictamen sobre el anteproyecto de constitución que luego sería discutido en el Pleno de las Cortes y el Senado.
Las sesiones, inicialmente, siguieron pautas similares a las que habían cursado los trabajos de la ponencia. Esto es, la mayoría mecánica con que contaban AP y UCD permitía la aprobación de los sucesivos artículos ante el evidente malestar de los diputados del PSOE, que, en no pocas ocasiones, contaron con el apoyo de los representantes comunistas y de Minoría Catalana y la creciente desazón de los diputados ucedistas adscritos a la corriente de centro-izquierda del partido (Peces-Barba 1988: 137).
Las discrepancias, notorias, entre los principales grupos parlamentarios sobre el proyecto de texto en materia económica tenían su correlato lógico en una expectante inquietud en el mundo de los negocios. Bien es cierto que todos los partidos declaraban aceptar la economía de mercado, pero no todos ellos parecían compartir una misma noción sobre su alcance y posibilidades. Esto es, los representantes de AP, partidarios del carácter cerrado del modelo económico, no contaban con el apoyo de la UCD que, en este –como en otros puntos- mantenía una actitud contemporizadora respecto al modelo abierto, incluido en el texto de la ponencia y defendido por el PSOE y el PCE.35
Pese al tensionado que progresivamente se instaló en los debates, la mayoría UCD-AP operó sin problemas hasta el 22 de mayo. Ese día, una enmienda in voce por la que se pretendía dar vía libre a la suspensión de ciertos derechos fundamentales -la posibilidad de declarar, constitucionalmente, un estado de excepción-, suscitó una general irritación en los diputados de la oposición y fue, sobre todo, la oportunidad que aguardaba el PSOE para provocar una crisis que fue dramáticamente escenificada. “El consenso ha quedado roto” y, en consonancia -declaró Felipe González- el partido socialista se vería abocado a incluir la reforma de la constitución en su programa electoral (Gallego Díaz y Cuadra 1989: 55-56; Guerra 2004: 224-225; Lamelas 2004: 201-202).
La contundente reacción de los socialistas tuvo un impacto inmediato en el gobierno y el partido que lo sustentaba. La necesidad de evitar la ruptura indujo, en una reunión de los ponentes ucedistas dirigida por Fernando Abril, un cambio de orientación en la estrategia centrista. Una mudanza que, en opinión de Abril, no podía sustentarse en la propuesta de Herrero Rodríguez de Miñón, consistente en ofertas puntuales en aspectos especialmente sensibles para el PSOE, entre las que se incluían la retirada de la constitucionalización del lock out siempre y cuando los socialistas aceptasen el término “profesionales” para acotar el derecho de huelga. Debía concretarse, según el vicepresidente del ejecutivo, en una negociación rápida y de carácter global (Gallego-Diaz y Cuadra 1989: 58). En ese contexto se inició, esa misma noche, el llamado consenso nocturno (Colomer 1998: 114) entre los representantes de la UCD y del PSOE, encabezados respectivamente por Fernando Abril y Alfonso Guerra. Ya durante la primera reunión, que se prolongó hasta altas horas de la madrugada en un conocido restaurante madrileño, se sentaron las bases para una redacción consensuada del texto constituyente al que sus autores intentarían agregar el mayor número posible de formaciones políticas (Gallego-Díaz y Cuadra 1989: 60-62; Guerra 2004: 227-229; Lamelas 2004: 213).
La nueva mayoría entró en funcionamiento a partir de la mañana siguiente con la aprobación de 25 artículos, los negociados la noche anterior, y entre ellos el artículo 33, que reconoce el derecho a la propiedad privada y a la herencia. Pese a que UCD no cedió a la enmienda de los socialistas que rezaba “la propiedad, pública y privada, cumplirá una finalidad social en beneficio del interés general”, sí accedió a la adición de un segundo párrafo que venía a darles satisfacción: “la función social de estos derechos delimitará su contenido, de acuerdo con las leyes”. Fruto de la negociación y el acuerdo resultaron, igualmente, la aprobación de los artículos relativos a la huelga y el cierre patronal y la aceptación de una expresión –economía de mercado- no incluida en los textos constituyentes europeos en los que, en buena medida, se inspiraba.36
La sorpresa de los diputados de AP que, desconcertados, vieron como sus enmiendas eran rechazadas una tras otra, mudó rápidamente en indignación, sobre todo con la eliminación del término “previa”, sustituido por “mediante”, para las indemnizaciones en caso de expropiación. Esta fue la gota que colmó el vaso para que Federico Silva Muñoz, portavoz del partido en ausencia de Fraga, de viaje en Estados Unidos, anunciara la retirada de su grupo de la sesión y advirtiera de posibles medidas que adoptaría AP ante el cariz que habían tomado los trabajos de la Comisión. La amenaza, sin embargo, no pasó a mayores. Una vez de regreso en España, el día 29 de mayo, Fraga, a instancias del Rey, aunque también de motu propio, ordenó el retorno de su grupo a los debates (Fraga 1987: 120-121; Colomer 1998: 126-127). 37 Las sucesivas reuniones paralelas celebradas por los partidos políticos, a excepción de AP, se sustanciaron, gracias en buena medida a la total subordinación del grupo parlamentario de UCD a las directrices del gobierno (Attard 1983: 73-75; Herrero de Miñón 1993: 124-126), en la aprobación de las enmiendas socialistas y, entre ellas, el reconocimiento de “la iniciativa pública en la actividad económica”. Por el contrario, las enmiendas y votos particulares de AP, como las que proponían incluir de nuevo el término “previa” –tal como sucedía en la constitución portuguesa de 1976- para calificar la indemnización por expropiación, fueron rechazadas (Fraga 1985: 117-118) y sólo superaron el trámite aquellas de carácter técnico o de menor calado.
El consenso nocturno levantó las lógicas suspicacias en el mundo de los negocios y provocaron que, de nuevo, la CEOE se aprestara a recurrir a la persuasión para “vender la idea de economía de mercado tanto a los empresarios como a la opinión pública y a los representantes políticos”.38 Esta opción –y la consiguiente renuncia a la intimidación-, probablemente ha de ponerse en relación con la retirada de las Cortes del proyecto de Ley de Acción Sindical, cuya tramitación –comunicó el gobierno- se reanudaría una vez finalizados los debates para la futura constitución. Esa cesión, siquiera temporal, del gobierno sirvió para amortiguar la hostilidad pública de la CEOE hacia su gestión, aunque no aminoró la inquietud reinante entre sus empresas asociadas sobre el acuerdo UCD-PSOE ni, en consecuencia, las presiones a favor de la fijación de un modelo cerrado de economía de mercado.
Consciente de que era imposible tranquilizar a una patronal situada cada vez más a la derecha y enfrentada al ejecutivo, los gestores gubernamentales decidieron pasar a la contraofensiva. El momento, además, les era propicio. La convocatoria de elecciones para la presidencia de la CEOE en el mes de setiembre de ese mismo año –una vez finalizado el mandato provisional de Ferrer Salat- proporcionaba una inmejorable oportunidad para situar en la presidencia de la organización a un empresario afín a las políticas gubernamentales. La tentativa, además, confluyó con la aparición, en el seno de la patronal, de ciertos sectores que cuestionaban abiertamente, y por distintos motivos, la gestión de Ferrer. Para unos, el presidente de la patronal había desplegado actitudes en exceso dialogantes en materia de relaciones laborales, y postulaban un candidato alternativo que ejerciera un liderazgo fuerte. Otros, en cambio, cuestionaban su estructura orgánica y demandaban una mayor representatividad mediante la adopción de una mayor pluralidad en sus órganos directivos.39
La operación gubernamental se materializó en la celebración de diversos encuentros entre altos cargos de la Administración con miembros del Círculo de Empresarios –una suerte de think tank del mundo de los negocios (Cabrera y Rey 2002: 342-343)- en los que se barajaron diversos nombres como candidatos, pertenecientes a los sectores clave dentro de la patronal (Félix Mansilla, seguros; Claudio Boada, banca; José María López de Letona, ex ministro de Industria y ex gobernador del Banco de España, y Santiago Foncillas, presidente entonces del Círculo (Díaz Varela y Guindal 1990: 167). El “tapado” de la Moncloa era, en realidad, Arturo Gil, presidente de la empresa Clesa y amigo personal de Abril Martorell (Lamelas 2004: 191).
La hostilidad, interna y externa, hacia Ferrer Salat tuvieron la virtud de promover un movimiento de adhesión y apoyo de las asociaciones territoriales a su todavía presidente. Al mismo tiempo, éste ya se postulaba como candidato para defender la independencia de la patronal y “la consecución del pleno ejercicio de las libertades, incluida la libertad de empresa y la consolidación del pluralismo en la vida española”.40 El pulso entre la CEOE y la UCD, más concretamente entre Fernando Abril Martorell y Carlos Ferrer Salat, se mantuvo hasta que, a comienzos de agosto, ambos celebraron una entrevista en la que se estableció un gran acuerdo sobre los temas fundamentales que enfrentaban a ambas partes: las elecciones a la presidencia de la patronal y las bases para la negociación colectiva del año 1979.
El compromiso resultante se materializó en el reconocimiento por parte del Gobierno de Suárez del carácter representativo, y monopólico, de la CEOE, convertida en interlocutora única de los poderes públicos. Pasó por la aceptación de Carlos Ferrer como nuevo presidente de la organización patronal, así como de las tesis de la patronal sobre el nuevo marco de relaciones laborales, que habría de ser resultado de grandes pactos entre la patronal y los sindicatos (González Fernández 2011: 193-204). La CEOE, por su parte, se obligó a moderar su hostilidad hacia las políticas gubernamentales y cedió un puesto en su junta directiva al frustrado candidato de UCD, Arturo Gil.
El compromiso, satisfactorio para los dirigentes de la CEOE, no redujo la intranquilidad que, especialmente en los círculos más liberales de la patronal, suscitaba la imprecisión del texto constituyente en lo relativo al modelo económico. Las presiones realizadas por diversos grupos empresariales y el apoyo de algunos senadores conservadores de UCD consiguieron resquebrajar el pacto que el partido del gobierno y el PSOE habían establecido en el congreso y que, pese a las previsiones iniciales, los debates en el Senado se convirtieran en una oportunidad, la última, para modificar aquellos artículos que –a juicio del mundo de los negocios- se prestaban a mayores equívocos. Este era el caso de los relativos a la planificación, la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado, la huelga y el lock out. Las enmiendas presentadas por Abel Matutes, empresario y senador por AP, justificadas en el hecho de que “no siempre UCD va a estar en el poder e interpretar la Constitución desde su punto de vista” y de que “con la redacción actual se puede cambiar el modelo económico de sociedad sin previo cambio de constitución”, no lograron, como era previsible, los apoyos suficientes y, por lo tanto, no consiguieron modificar el texto constituyente.41
La Constitución estableció, pues, un sistema económico flexible, abierto a distintas interpretaciones que, pese a las reticencias de muchos empresarios, no suscitó un rechazo generalizado entre sus filas. Todo lo contrario, a tenor de las investigaciones realizadas (Martínez 1993)42, la mayor parte de los hombres de negocio votaron positivamente en el referéndum convocado para aprobar la nueva Carta Magna y ello por una razón básica: subordina la riqueza del país a los intereses de la economía nacional en el marco de una economía social de mercado, pero al mismo tiempo proclama de manera clara la libertad de empresa en su artículo 38 y en ningún caso contempla la posibilidad de expropiación sin indemnización, como sucediera en la Constitución de 1931. En otras palabras, la actual constitución española establece un sistema de economía mixta, semejante al que está en vigor en los países de Europa occidental desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Un sistema que descansa en el derecho de propiedad privada y la libertad de empresa como elementos clave en una economía de libre mercado, aunque otorga al sector público cierta capacidad de actuación con fines distributivos, estabilizadores y de orientación general de la actividad económica (Serrano Sanz 1994: 152).
4. Conclusiones
Los riesgos e incertidumbres que, para los empresarios españoles, llevaba aparejada la transición a la democracia requerían la fijación de un nexo indisociable y causal entre democracia representativa y economía de libre mercado que posibilitara el adecuado desenvolvimiento de sus empresas y asegurar, por tanto, la prosperidad general. La inquietud hacia la gestión del segundo gobierno Suárez, alimentada por el sesgo a su juicio izquierdista –o por la tentación populista- que atribuían al presidente del ejecutivo y a los integrantes de su equipo económico, adscritos al ala socialdemócrata de la UCD, parecieron ratificarse con la firma de los Pactos de la Moncloa, en el otoño de 1977. En dicho texto, clave para el asentamiento de la democracia, el reconocimiento de la economía de libre mercado no iba acompañado de una similar aceptación de la plena libertad de los agentes sociales en el marco de relaciones laborales. En otras palabras, los acuerdos de 1977 bloqueaban la posibilidad de acceder a un mercado de trabajo escasamente regulado, abierto a la posibilidad del despido sin grandes trabas.
La respuesta empresarial a la naturaleza, en su opinión, contradictoria de los Pactos se produjo en clave constitucionalista. Esto es, sus esperanzas quedaron depositadas en la aplicación de criterios resueltamente liberales en la futura Carta Magna, en concreto en la así denominada “Constitución económica”. Para el mundo de los negocios, agrupados en la CEOE como en otras organizaciones empresariales, nunca había existido, en España, una economía plena de libre mercado. Ahora, en tiempos de democracia liberal, la acción de gobierno, de oposición y de los sindicatos amenazaba con bloquear de nuevo sus particulares expectativas.
La reacción patronal a esa inédita coyuntura consistió en la puesta en práctica del repertorio de acción propio de los grupos de interés. La persuasión sobre el gobierno, los partidos políticos, la administración y la opinión pública fue seguida, una vez constatados sus parcos resultados, -es decir, en los meses que se sitúan a caballo de 1977 y 1978- por la intimidación. Forzado por la coyuntura de crisis económica y por su propia debilidad -resultado en buena medida de las disensiones internas entre socialdemócratas, de un lado, liberales y democratacristianos, de otro- el gobierno hubo de realizar algunas concesiones. La retirada de las Cortes del Proyecto de Ley Acción Sindical en la Empresa no amortiguó, sin embargo, las presiones para conseguir la constitucionalización, sin ambigüedades de ningún tipo, de un sistema pleno de economía de mercado. El Gobierno pasó a la contraofensiva jugando la carta, ante la opinión pública, de poner en evidencia el carácter agresivamente liberal, y se suponía que falto de sentido social, de quienes se presentaban como los adalides de los intereses de la economía nacional. El conflicto entre la CEOE y el Ejecutivo, un pulso sostenido durante más de medio año, finalizó con una fórmula de compromiso que constituyó una suerte de segundo consenso.
Las divergencias que separaban a las distintas formaciones políticas sobre el texto constitucional, tanto como las que enfrentaban al gobierno y al partido de la UCD con la organización cúpula empresarial y, en general, con el mundo de los negocios, se resolvieron a través de negociaciones y pactos que dieron lugar a una constitución de consenso. En procesos separados y distintos, pero complementarios, representantes de los dos partidos mayoritarios, UCD y PSOE, concertaron el texto constitucional al tiempo que, de manera paralela se escenificaba la última batalla y el acuerdo final entre el ejecutivo y la CEOE sobre el modelo económico y el sistema de representación de intereses que iba a regir en la España democrática.
No se trata, obviamente, de situar esos acuerdos en el mismo plano como tampoco de equiparar su relevancia. No está de más recordar, sin embargo, que la solidez y raigambre de las constituciones se halla supeditada al consentimiento mayoritario de la sociedad y que, en consonancia, resulta más que conveniente, necesario, apaciguar la inquietud de las élites económicas y, en general, del mundo de los negocios acerca de las posibles repercusiones del cambio de régimen sobre sus intereses. Principio definitorio de una transición política como la española en la que los principales partidos políticos habían asumido la necesidad de una Constitución de consenso, resultado de grandes compromisos entre los principales partidos políticos y de equilibrios entre los distintos intereses presentes, reflejo de los cambios acaecidos en la sociedad y garantía de convivencia y estabilidad para las generaciones futuras. Desde esta perspectiva, los empresarios, que al igual que otros grupos de interés no asumieron un papel protagonista en el proceso transicional sí contribuyeron a determinar qué tipo de democracia habría de configurarse y, desde esa perspectiva, coadyuvaron a su legitimación y consolidación.
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