1. Apertura
La cuestión de la representación autorial, o del escritor, reflejadas en el título, presenta una amplia gama de intersecciones con el dominio de la autorreferencia y en particular de la metaficción, si bien hayamos de precisar que mantienen también sus particulares áreas de diferenciación mutua: de forma que ni toda manifestación metafictiva supone necesariamente la representación narrativa del autor, ni, por el contrario, cualquier figuración autorial en un relato (en el que un personaje o incluso su protagonista sea un escritor, como podría ser un músico o un ferroviario), instituye necesariamente la especularidad, autoconsciencia o reflexividad sobre el conjunto del texto.
Y como también habrá de precisarse más adelante, los conjuntos de la metaficción y la autoficción, los dos conceptos teórico-críticos a los que, sin duda, está más vinculada la cuestión de la representación de la figura del escritor, mantienen entre sí una relación de intersección semejante a la descrita: y será posible, en efecto, la representación autoficcional del escritor pero no volcada sobre el proceso de la escritura o la creación literaria, sino sobre la dimensión memorialística (ficcional o verosímilmente autobiográfica, no hace al caso a nuestro propósito, histórica, documental u otro tipo).
La imagen del lienzo velazqueño alude en modo extremo a múltiples vectores de la citada autorreferencialidad: el de la densa intertextualidad icónica incorporada por los lienzos que decoran la escena, el de la muestra de la obra en proceso, paradójicamente negada doblemente tanto por la posición excéntrica y fragmentaria del cuadro representado, como, sobre todo, por el hecho de que no muestra sino su reverso; el de la especularidad y la mise en abyme que supone la identificación del tema representado con la difusa imagen ¿de los reyes?, sujetos desplazados o descentrados del retrato clásico, reflejada en el espejo del fondo, el de la problematización de la composición y de la mirada que motiva que el espectador haya de preguntarse, como nos enseña Michel Foucault, dónde está el cuadro, al mismo tiempo que se identifica espacialmente con los modelos representados fuera de campo… Pero sobre todo, para lo que ahora nos interesa, porque incluye desde luego, y de un modo destacado, el tema de la autorrepresentación autorial en el autorretrato del pintor en el momento de llevar a cabo su obra, otorgándole a este componente enunciativo de la narración pictórica un estatuto privilegiado sobre la obra representada misma, o sobre el modelo, por regio que este fuera, tematizada por aquélla.
Pero el escolio del texto velazqueño nos permite asimismo poner de relieve, además de su centralidad en el metatexto crítico contemporáneo, sendos aspectos que desbordan el fenómeno designado en el título: el de que el autor es, categorialmente, mucho más que un escritor, como muestra de forma evidente la extensión de dicha figura en sentido interartístico; y por otra parte, el de que su inscripción textual dista mucho, por lo tanto, de constituir un fenómeno esencialmente literario, para extenderse transversalmente sobre prácticamente cualquier dominio narrativo o discursivo (pintura, poesía, música,1 fotografía, teatro, cómic, novela, cine, publicidad, videojuegos…), ni, desde el punto de vista de la historia de las artes, de ceñirse a la autoconsciencia y a la metarrepresentación contemporánea, y en particular, a su consideración como esencialmente posmoderna.
Así pues, desde el maestro, arquitecto o escultor que se autorrepresenta en el capitel de un templo románico, a la tematización del escritor en algunas protonovelas, harán de la incorporación de la imagen autorial a la obra misma uno de los rasgos más visibles del arte moderno en general, y de la literatura en particular.
El ámbito hispánico puede servirnos, en este sentido, como muestra privilegiada en cuanto a su configuración narrativa, tal y como, ya canónicamente, atribuimos al Quijote cervantino la emergencia de tales fenómenos. Y sin embargo no es tan frecuente recordar cómo, casi un siglo antes, un texto como La lozana andaluza de Francisco Delicado (1528) exhibía lúdicamente la invasión autorial del espacio de representación carnavalesca de su contenido narrativo:
El personaje “del autor”, relatará en efecto, cómo estando escribiendo la propia obra, Rampín, el valet de Lozana, entrará a interrogarlo sobre el propio texto, que ya conoce «¿Qué mamotreto es este?» lo que dará pie a una discusión sobre la poética del género, las convenciones del realismo, etc., rasgos que no dejan de resultarnos extraordinariamente sorprendentes y avanzados para la época.
Este hecho, que se podría relacionar, por otra parte, con otro texto ya canónico sobre la cuestión (Sarduy, 1972), ilustraría las vetas más propiamente lúdicas, paradójicas, espectaculares o abismadas de la cuestión, va más allá como vemos del período moderno-barroco para reaparecer después en los más diversos períodos y tendencias (Sterne2, Fielding, Diderot, Galdós, Gide, Unamuno, Pirandello... en el campo literario,
tanto como por Wagner o Strauss en el operístico,
Vermeer o Courbet en el pictórico
o Buster Keaton, Fellini o Truffaut en el cinematográfico:
y retrospectivamente, de nuevo, acaso tan allá como el gesto prehistórico de las manos en nuestra cultura rupestre, por vez una de las primeras autorrepresentaciones del escritor, no tan diferentes de las aporéticas manos dibujando de Escher como pudiera parecer.
Me propongo, en las páginas que siguen, en primer lugar, un recorrido, necesariamente panorámico, por las principales regiones terminológicas y conceptuales de ese fenómeno que hemos dado en llamar la metaficción desde el punto de vista teórico-crítico, en sus tradiciones fuertes, de carácter angloamericano e hispánico, prestando además atención a sus conexiones con la teoría literaria europea, pese a que ésta, prácticamente, nunca ha utilizado dicho término; para tratar de presentar, finalmente, una síntesis tipológica de base pragmática.
En segundo lugar, trataré de presentar, de forma igualmente sumaria, algunos casos sintomáticos de la representación de la figura autorial en la novela española en la novela española contemporánea, de acuerdo con la distinción tipológica esbozada, entre las que denominará, respectivamente, la metaficción discursiva, narrativa, y autoficcional.
2. Cartografía terminológica y conceptual de la metaficción
La traslación al discurso sobre las artes y la literatura de la familia meta resulta tardía en relación a la lógica, la matemática o las ciencias del lenguaje. Los primeros usos de los que tengo noticia arrancan de Guillermo de Torre (“metapintura”) para referirse a la crisis plástica en el contexto de la crisis del lenguaje y de la literatura, recogido en su obra Problemática de la literatura, de 1951. Roland Barthes, en 1959, publicaba un brevísimo artículo titulado “Literatura y metalenguaje” en el que empleará el término “metaliteratura”, o Lionel Abel, en su estudio sobre el drama de Shakespeare, pondrá en escena, a su vez, el de “metateatro”, en 1963.
Habremos de esperar a 1970 para datar los primeros usos de “metaficción”, en las obras de William Gass o de Robert Scholes, el primero en realidad en dedicarle un trabajo específico. A partir del asentamiento de esta matriz léxica, quedará abierta la producción del neologismo aplicable a cualquier arte o género: metapoesía, metanovela, metacine, metamúsica, metacómic, etc.
El texto supuestamente fundacional de Gass, ya que aunque reunido en un volumen misceláneo publicado en 1970 recogía textos publicados en años anteriores, es tan impreciso como:
Hay metateoremas en matemáticas y en lógica; la ética tiene su superespíritu lingüístico; en todas partes se idean jergas para departir sobre jergas, y no ocurre de otro modo en la novela. No me refiero tan solo a esas fatigantes obras que tratan sobre escritores que escriben acerca de lo que están escribiendo, sino a aquellas, como algunas de Borges, Barth y Flann O´Brien, por ejemplo, en las cuales, a través de las formas de ficción, pueden expresarse manifestaciones más amplias. Sin duda, muchas de las llamadas antinovelas son en realidad metaficciones. (Gass, 1970: 25)
Una imprecisión que conviene al empleo laxo que se ha hecho del término en las décadas siguientes, y con la dominante más crítica que teórica de su generalización.
La tradición europea, que, como puede verse cronológicamente, es la germinal, habilita el sufijo para los estudios literarios, pero éste no arraigará y, por lo tanto, la citada propuesta de Roland Barthes, que recogemos a continuación no tendrá continuación en estos términos:
la literatura se empieza a sentir doble, a la vez objeto y mirada sobre este objeto, palabra y palabra de esta palabra, literatura objeto y metaliteratura. [...] primero una conciencia artesanal de la fabricación literaria [...] (Flaubert); después la voluntad heroica de confundir en una misma sustancia escrita la literatura y el pensamiento de la literatura (Mallarmé); después [...] en declarar largamente que se va a escribir, y en hacer de esa declaración la literatura misma (Proust) [...].Todas estas tentativas permitirán, quizás, algún día definir nuestro siglo [...] como en ¿Qué es la literatura? [...]. Y, precisamente, en cómo esta pregunta se produce, no desde el exterior, sino desde la literatura misma, o más exactamente en su borde extremo, en cierta zona asimptótica donde la literatura aparenta destruirse como lenguaje-objeto sin destruirse como metalenguaje, y donde la búsqueda de un metalenguaje se define en última instancia como un nuevo lenguaje-objeto3. (Barthes, 1959: 106-107).
En el decisivo número de 1966 que la revista Communications dedicó al análisis estructural del relato, el mismo Barthes abandonaba ya su uso pese a la continuidad con sus planteamientos anteriores, la inequívoca referencia contextual de sus palabras y la centralidad que le otorga al fenómeno en la escritura contemporánea:
se trata de una subversión importante (incluso el público tiene la impresión de que ya no se escriben “novelas”) pues se propone hacer pasar el relato, del orden de la pura constatación (que ocupaba hasta hoy) al orden performativo, según el cual el sentido de una palabra es el acto mismo que la profiere: hoy escribir no es “contar”, es decir que se cuenta, y remitir todo el referente (“lo que se dice”) a este acto de locución. (Barthes, 1966: 35-36)
Y en una coincidencia de planteamientos extraordinaria, también Gérard Genette veía en este rasgo de la autorreferencialidad y el abandono de la edad de la representación, el signo del arte y la literatura de nuestro tiempo:
Todas las fluctuaciones de la estructura novelística contemporánea sin duda merecerían ser analizadas desde este punto de vista, y, en particular, la tendencia actual, quizás inversa de la precedente [...] a reabsorber el relato en el discurso presente del escritor, en el acto de escribir, en lo que Michel Foucault llama “el discurso ligado al acto de escribir, contemporáneo de su desarrollo y encerrado en él”. Todo sucede aquí como si la literatura hubiera agotado o desbordado los recursos de su modo representativo y quisiera replegarse sobre el murmullo indefinido de su propio discurso. Quizá la novela, después de la poesía, vaya a salir definitivamente de la edad de la representación. (Genette, 1966: 207-208)
E incluso el fenómeno será detectado por su emergencia en el análisis de la temporalidad narrativa llevado a cabo por Tzvetan Todorov en ese mismo número:
Este tipo de temporalidad se manifiesta muy a menudo en un relato que se confiesa tal, [...]. Un caso límite sería aquel en el que el tiempo de la enunciación es la única temporalidad presente en el relato: sería un relato enteramente vuelto sobre sí mismo, el relato de una narración. (Todorov, 1982: 177)
En otro de los trabajos del canon narratológico estructural, igualmente francés, el propio Genette utilizará otro concepto de la familia meta que tendrá un gran rendimiento posterior en la teoría de la metaficción en el ámbito hispánico. Me refiero al de metalepsis como trasgresión de nivel narrativo por parte del autor respecto del mundo del texto, o del personaje respecto de las fronteras ontológicas de éste. A la primera de las posibilidades le consagrará, más de tres décadas después, un volumen monográfico en el que, por su aplicación, el término se hace sinónimo al de metaficción, que sin embargo, sigue sin nombrarse siquiera, pese a su creciente empleo en el campo académico francés (como en los trabajos de Jean Bessière o Laurent Lepaludier, ambos de 2002).
En Métalepse. De la figure à la fiction (2004), Genette entroncará el concepto con la tradición retórica, justamente en la línea que aquí nos convoca, volviendo al sentido clásico del término: según Fontanier (1918) “transformar al poeta en protagonista de los hechos que relata” (…) “representar o representarse como produciendo él mismo aquello que, en el fondo, no hace sino contar o describir”, para, en el análisis de casos repasados, extenderse de la literatura al cine y las demás artes.
Tal vez la escasa fortuna del término metaficción en el ámbito francés tenga que ver, en cambio, con el éxito alcanzado por la expresión mise en abyme puesta en circulación por Lucien Dällenbach en 1977, en su conocido estudio de la especularidad narrativa (Le récit spéculaire). Aunque en nuestra opinión, el sentido de esta expresión (originada, como es sabido en la heráldica –el escudo dentro del escudo– y en su traslado metafórico por Gide a la literatura) y el de la autorreferencialidad metaficcional no sean equiparables, y de hecho constituyan uno de esos falsos amigos habituales en su empleo crítico, es evidente que presentan zonas de coincidencia muy significativas. Del minucioso estudio del encajamiento fractal de niveles narrativos, extracto quizá la que encuentro más evidente a nuestros propósitos:
Sin llegar a romper el anonimato esencial, el relato dispone de tres posibilidades para crear la ilusión de que lo levanta: fingir que permite intervenir en su propio nombre al responsable del relato, instituir un narrador, elaborar una figura autorial y endosarla a un personaje. En este último caso –único que concierne directamente la mise en abyme–, de lo que se trata es de que funcione la intermediación o, en otras palabras, de que el sustituto esté suficientemente acreditado. ¿Qué prenda otorgarle para que desempeñe su cometido, para hacerlo capaz de convencer al lector de que lo oculto se desvela por su intervención? Lo más eficaz estriba, a todas luces, en disfrazarlo con la propia identidad de aquel a quien, supuestamente, sustituye: (a) un oficio u ocupación sintomática, (b) un nombre en clave, o, lo más operativo de todo, (c) un patronímico que evoque el de portada. No es menester nada más para que quede instaurado un relevo de representación. (Dällenbach, 1977: 95)
Pero en cualquier caso, como dijimos, la tradición central sobre el concepto será sin ningún género de dudas la angloamericana, en la que se vinculará, desde sus orígenes, con la elaboración teórica del posmodernismo. Uno de los textos fundamentales para el arranque de ese debate, “The Literature of Exhaustion” de John Barth, aparecido en 1967, lanzará esta asociación conceptual, que pervivirá en autores como Eco, Hassan, Brooke-Rose, McCaffery o Calinescu). Robert Scholes, en 1970, introducirá otro de sus vectores de fuerza, el de su relación autoconsciente con el discurso teórico o crítico sobre la literatura, proclamándola, por su intención de dirección del sentido de la lectura, como la fábula de su tiempo, en sus obras “Metafiction” (1970) o Fabulation and metafiction (1979).
La primera monografía teórica sobre la cuestión será la conocida obra de Robert Alter, Partial Magic. The Novel as a Self-Conscious Genre, 1975, que sentará la definición canónica del concepto “A self-conscious novel, briefly, is a novel that systematically flaunts its own condition of artifice and that by so doing probes into the problematic relationship between real-seeming artifice and reality”, cuestionará su identificación con el posmodernismo, y lo presentará como tendencia histórica de la novela caracterizada por el ludismo, la experimentación verbal y la autoconciencia, frente a la tradición fuerte, vinculada a lo moralizante y realista.
En 1980, Stephen Kellman, acuñará en The Self-Begetting Novel la expression de novela autogenerada para referirse al “Relato, frecuentemente en primera persona, del desarrollo de un personaje hasta el momento que coge su bolígrafo y escribe la novela que nosotros acabamos de leer” (1980:3). Sin nombrarlo, estaba señalando indudablemente una de las especies más reconocibles de la metaficción o la metanovela propiamente dicha, la que simula escribirse a sí misma; si bien, lejos de su implicación posmodernista, Kellman lo considerará un subgénero del relato circular modernista, del bildungsroman y la novela del artista.
En 1984 (aunque la primera versión del trabajo es unos años anterior), aparecerá el clásico estudio de Linda Hutcheon, Narcissistic Narrative. The Metafictional Paradox, 1984, que propondrá una tipología centrada en la distinción entre el carácter narrativo (diegético) o lingüístico de la autoconciencia, por una parte, y por otra, entre su disposición abierta o encubierta. Ese mismo año, aparecerá asimismo el libro de Patricia Waugh, Metafiction. The Theory and Practice of Self-Conscious Fiction, con un enfoque teórico interdisciplinar que pone en juego la teoría del juego, el constructivismo, la antipsiquiatría, la pragmática de los actos de habla, el folclore, el chiste, el simbolismo, la psicología, el formalismo ruso, la semiótica o la fenmenología.
La tradición hispánica resulta claramente deudora del empleo angloamericano del término. Arranca de la tradición crítica de estudios sobre la autorreferencialidad de Gillet, Livingstone, Newberry o Kronik sobre el Quijote, Galdós, Unamuno o Azorín, y será cimentada, si bien con otros términos, por Severo Sarduy, cuyo artículo “El barroco y el neobarroco”, de 1973, es citado, de hecho, como fundamento de la introducción teórica de Hutcheon, y por David K. Herzberger, en cuyo “Literature on Literature” ampliará la nómina del canon metaficcional español a Luis Goytisolo, José Mª. Merino, José Mª. Vaz de Soto y Gonzalo Torrente Ballester.
Ya con ese nombre, Gustavo Pérez Firmat, en 1980 trasladará en “al ámbito hispánico Metafiction again” la noción de metaficción-fábula de Scholes, una fábula en cualquier caso de carácter estético-literario, cuya moraleja se dirige no a la actitud del lector ante la vida, sino ante la obra y la ficción mismas. Presentará por primera vez entre nosotros una distinción que tendrá gran fortuna, entre sus variantes discursiva (cuando se trata de un excurso no integrado en el relato) y narrativa (cuando el dispositivo metaficcional, al contrario, es indisociable del mismo). También en 1980, Otero, en “Lenguaje e imaginación, la nueva novela en castellano”, 1980 utilizará esta familia léxica para distinguir entre metanovela, neonovela (la de carácter experimental) y antinovela (la que, por su parte, busca los límites o la ruptura de las convenciones genéricas). Una distinción que tendrá, asimismo, un gran rendimiento crítico posterior, sobre todo en autores como Gonzalo Sobejano.
La primera monografía del hispanismo sobre la metaficción llegará en 1984, a cargo de Robert Spires, quien en su libro Beyond the Metafictional Mode, contemplará el concepto como un modo o modalidad, entendido éste como categoría sincrónica (a partir de los modelos de Northrop Frye o Robert Scholes, muy difundidos en la época) frente a la de género entendido como categoría histórica. Esta modalidad metaficcional se situaría estructuralmente, en el extremo del eje del realismo y el discurso referencial, relacionado, por su parte, con el discurso teórico-crítico. Por otra parte, y acorde con la ontología de la obra literaria (Bühler-Martínez Bonati), basada en los niveles del mundo-representación/narrador-expresión/oyente-apelación, la modalidad metaficcional resultará de la violación recíproca de estos niveles (autor fictivo, historia, lector textual), de la que se deriva una distinción entre metanovela de la escritura (centrada en el narrador), de la lectura (en el lector) y del discurso oral (en el personaje). También propondrá distinguir, desde el punto de vista histórico-literario, entre el modo metaficcional, como categoría transhistórica, y la novela autorreferencial, para referirse a la tendencia hispánica de los setenta).
Gonzalo Sobejano, en “Novela y metanovela en España”, de 1989, muy atento, desde finales de los setenta a las variables de lo que él denomina “novela ensimismada”, distinguirá por su parte un sentido estricto y otro más amplio de metanovela. Para el primero sigue a Spires. Para el segundo utilizará el término novela escriptiva. Con ese instrumental, apuntará de modo panorámico el corpus (y el hacerlo, también ya, en buena medida, el canon) metanarrativo español.
Los años noventa evidenciarán la persistencia del interés teórico-crítico por el concepto y el fenómeno meta: Leopoldo Sánchez-Torre en La poesía en el espejo del poema, de 1993, lo trasladará al terreno poético-lírico, si bien la introducción de su trabajo presentará un gran interés teórico también en lo que se refiere a la teoría de la metaficción narrativa. En ella, distinguirá entre los diferentes niveles de la autorreferencia textual (metalingüístico, metatextual y metaliterario) e insistirá sobre su impacto respecto de la dinamización y transformación de los códigos de lectura, que da entrada a una nueva expectativa meta, con funciones de control, estructuradora, metacomunicativa, y de relación y de supresión de la ambigüedad de los elementos del discurso.
Síntesis personales de la tradición americana, tanto Ana María Dotras (La novela española de metaficción, 1994) como Carlos Javier García Fernández (Metanovela: Luis Goytisolo, Azorín y Unamuno, 1994) ofrecerán interesantes desarrollos críticos, en el primer caso orientados al Quijote y a algunas novelas de Torrente Ballester, y a los autores aludidos en el título, en el segundo. García Fernández, añadirá además una distinción propia entre metanovela mimetizante, de voluntad realista, frente a las metanovela discursiva y especular, de carácter más trasgresor.
Por último, Domingo Ródenas de Moya, avanzará en “Metaficción y metaficciones: del concepto y las tipologías”, en 1995, las premisas fundamentales de su investigación doctoral (todavía parcialmente inédita, y de la que este recorrido panorámico es manifiestamente deudor): El laxismo definicional del concepto, su extensión del posmodernismo americano original a rasgo universalizable a toda obra, época o género. Propondrá la distinción tripartita entre sendas metaficciones discursiva o enunciativa/diegética/metaléptica, en función de su integración en la diégesis o de la violación de las esferas ontológico-pragmáticas del texto; así como una muy pertinente distinción cualitativa entre aquéllas muestras de sentido globalmente reflexivo, de las parabasis metafictivas ocasionales.
Desde el punto de vista de la recepción y la percepción histórica del artefacto metaficcional, escribe:
El funcionamiento pragmático de la metaficción es, en principio, inverso al de las ficciones convencionales. En éstas el lector desactiva la mayor parte de los principios que rigen sus interacciones sociales cotidianas. El texto metaficcional opera contra esta suspensión del descreimiento, induciendo una restauración provisional de los principios del sentido común. hasta aquí se opondría la narración ilusionista tradicional (aquella que promueve una ilusión de realidad) a la narración metafictiva entendida como un relato anti-ilusionista; sin embargo, la tendencia humana a dotar de sentido a cualquier entidad semiótica, mitiga el efecto de la ruptura e impide que el texto ceda en el interés del lector. Éste, de hecho, se compromete en un juego de las mismas características que el juego infantil de "make-believe" o hacer creer. Dentro de ese marco epistemológico, el lector se conduce en la metaficción de modo similar al niño: el universo del juego es verdadero y no lo es, el mundo ficcional es construido gracias a la puesta entre paréntesis del orden regulador del mundo (la epoje fenomenológica) pero posee un estatuto ontológico diverso del que tiene el mundo actual sin que esta diferencia se empañe en la conciencia del lector. (Ródenas de Moya 1995: 112).
En la primera década del siglo, el interés no sólo no ha decaído, sino que parece incluso haberse revitalizado. De las diversas publicaciones aparecidas, mencionaré tan sólo, por su carácter colectivo y su finalidad sintética respecto de la tradición, así como de apuntar nuevos caminos de su ejercicio teórico, crítico o comparado, el número monográfico que la revista Anthropos dedicó a la cuestión en 2005, bajo el título Metaliteratura y metaficción. Balance crítico y perspectivas comparadas.
Pese a su heterogeneidad, presentaré finalmente, a continuación, un cuadro resumen de las distinciones tipológicas ofrecidas hasta el momento, con el objeto de sugerir sus zonas básicas de coincidencia:
3. Algunas figuras del autor en la novela española contemporánea
Trataremos de ofrecer, en esta parte del trabajo, un muestrario de representaciones autoriales, siguiendo tres ejes principales. El primero, que jugaremos a llamar auto(r)representaciones, se propondrá como objeto la modalidad discursiva, (o, como se ha dicho, también excursiva) que hace presente al autor implícito, o al autor representado, a través de su propio comentario o metacomentario sobre el relato, la escritura, la literatura. El segundo, el de las auto(r)ficciones inscriben en cambio en el texto un autor-personaje, sólo contingente en el universo narrativo de la historia y que no reivindica, explícitamente al menos, la representación autorial. El tercero, para terminar, será el perfecto híbrido de los anteriores, el de los auto(r)retratos de la metaficción autoficcional, que juega a invadir los espacios tanto de la pragmática externa como de la enunciación enunciada en el interior del texto.
3.1 Auto(r)representaciones
El comentario autorial del relato tradicional, el que se correspondería con la omnisciencia autorial o editorial de las clasificaciones de Norman Friedman o Darío Villanueva, se refería al mundo de la historia o sus personajes, normalmente para aclarar o explicar algún extremo al lector, o deslizar sus propias opiniones sobre cualquier asunto. Pero dicho comentario se volverá metaficcional cuando, en un desdoblamiento característicamente irónico, se vuelva sobre su propio discurso como tal autor, o sobre la escritura o el proceso de construcción del texto o del mismo mundo imaginario del relato.
En su forma más neutra y tradicional, Baroja (o el narrador de La Busca) comentaba abiertamente la ficcionalidad y el carácter novelesco de su relato, allá por 1904, a propósito de la descripción de una casa de mala fama y de su situación en el Madrid de la época:
En este y otros párrafos de la misma calaña tenía yo alguna esperanza, porque daban a mi novela cierto aspecto fantasmagórico y misterioso; pero mis amigos me han convencido de que suprima tales párrafos, porque dicen que en una novela parisiense estarán bien, pero en una madrileña, no; y añaden, además, que aquí nadie extravía, ni aun queriendo; ni hay observadores, ni casas de sospechoso aspecto, ni nada. Yo, resignado, he suprimido esos párrafos, por los cuales esperaba llegar algún día a la Academia Española, y sigo con mi cuento en un lenguaje más chabacano. (Baroja, 1904: 277)
En las novelas de Jardiel Poncela, el metacomentario autorial que reescribe irónicamente el texto a medida que éste avanza, con múltiples incisos, paréntesis o incluso notas a pie de página, llegará a convertirse en la modalidad enunciativa más propiamente característica de aquéllas, como ….; y, precisamente, será este nivel del texto (y de sus apostillas) el que sustente el dispositivo más propiamente humorístico, como si el autor parodiase continuamente su propio discurso narrativo básico. Véase si no, a continuación una selección procedente de ¡Espérame en Siberia, vida mía!, de 1929:
“―¡¡Maldita!! (Porque ¿qué otra cosa puede gruñir un criminal que sabe que va a aparecer en una novela?)”
“las cinco uñas embadurnadas de nácar de aquella mano fulgían como chispas de locomotora en noche de otoño. (¡Qué hermosas descripciones!)”
“Palmera dejó escapar sus risas, como si abriese un jaulón de pájaros*. *¡Qué imagen tan alada!”
“―Concédeme -balbució- una noche de amor, una sola noche de amor... Mario quedó pensativo. (Era para quedarse ¿eh?)”
“Pero ¿tan hermosa era Palmera Suaretti? -se dirá el lector. Y diré yo: -¡Ah, sí lector! Muy hermosa. Hermosísima.” (Poncela, 1929: 23)
Evidentemente, el objetivo y el sentido último de la ingerencia de la voz autorial puede extenderse en cualquier dirección interpretativa. Veamos por ejemplo cómo cobra toda su manifiesta carga ideológica y de propaganda en un texto publicado en plena posguerra civil por uno de los colaboradores del aparato de prensa y propaganda del triunfante Régimen, en el que Ángel María Pascual aprovecha el contraste entre los mundos de Amadís y don Quijote, para introducir su indisimulado excurso político:
La evolución de Amadís, hasta convertirse en Don Quijote, refleja exactamente la máxima peripecia española. Cuando España se conoce vocada a una misión ecuménica abre los ojos a la visión de una maravillosa aventura. (...); las aldeas fingen ciudades de ensueño; ventas y molinos se convierten en castillos y gigantes. Y por encima de estos elementos sobreviene una noción más pura: la necesidad de imponer al mundo una justicia, un orden heroico, una egregia y hermosa conducta. (...) En esta lucha España se agota. La plenitud vital que crea el orbe de Gaula se cansa, se consume (...). Las mágicas ciudades se convierten en lugarones de odioso nombre; las damas incomparables son cribadoras sudorosas en las eras aldeanas. Los castillos se reducen a ventas de picardía, y los gigantes de poderosos brazos son estos molinos. (Pascual 1943: 124)
Llegado el caso y andados los años, el excurso, cada vez más propiamente metaficcional, tendrá un carácter teórico: Juan Goytisolo –o el narrador aséptico hasta despojarse de la persona verbal y narrativa, de Juan sin tierra–, nos dejará a modo de letanía los retazos de la propia poética que sustenta el texto:
eliminar del corpus de la obra novelesca los últimos vestigios de teatralidad: transformarla en discurso sin peripecia alguna: dinamitar la inveterada noción del personaje de hueso y carne: substituyendo la progressio dramática del relato con un conjunto de agrupaciones textuales movidas por fuerza centrípeta única: núcleo organizador de la propia escritura, plumafuente genésica del proceso textual: improvisando la arquitectura del objeto literario no en un tejido de relaciones de orden lógico temporal sino en un ars combinatoria de elementos (oposiciones, alternancias, juegos simétricos) sobre el blanco rectangular de la página (1975: 138).
Y el mismo Goytisolo de dos décadas después, llegará al comentario metaficcional en segundo grado, el que ya es susceptible de hacer autorreferencia de la autorreferencia, y metaficción de la metaficción, convertida, ella misma, al mismo tiempo que la practica, en objeto de comentario trasgresivo:
manda a paseo a los eruditos y profesores que hablan de Baudrillard o Bajtin y celebran tus cronotopos! olvídate de ellos y ocúpate de una vez en los lectores! los juegos de escritura y mise-en-abyme (se dice así?) les dejan indiferentes! (1993: 108).
3.2 Auto(r)ficciones
Un paso más allá, o un paso más acá, según se mire, en la ubicación metaficcional de los dispositivos narrativos, vamos a encontrarnos con una serie de novelas en las que quienes dicen ser los autores no lo hacen en función del ejercicio de las prerrogativas de un sujeto enunciador que se identifica o fomenta su identificación con el autor implícito, o incluso con el extratextual y empírico (y abajo firmante, en la portada respectiva); sino que su condición autorial la ostentan en virtud de su condición de personajes de tramas o universos narrativos en los que les ha tocado el papel de escritores, de novelistas, de cronistas, de periodistas, etc. como les podía haber tocado en suerte el de médicos, detectives, porteros, asesinos, profesores o registradores de la propiedad.
Por lo demás, este personaje puede asumir o no la voz narrativa, y mostrar una parecida autoconsciencia o reflexividad que los anteriores respecto del texto que escriben, como el protagonista de La novela de Andrés Choz de José María Merino:
Pero que quede una novela de verdad, con cogollo.
Claro que tampoco un ladrillo como esos que están terminando con los lectores.[...]
Con el material que hay queda una médula muy aprovechable. Y, sobre todo, lo que has pensado sobre el asunto, que ha sido tiempo y tiempo de darle vueltas en el magín. Porque el culo estaba bien para los escritores del diecinueve, pero con vistas a la novela del futuro se deberá usar sobre todo la cabeza. [...]. (1976: 210)
O bien puede ser narrado por otro sujeto narrativo, tan ficticio, contagiado de ficción, inficcionado, como él mismo. A veces se establece un verdadero juego de espejos en los que el enigma que el lector ha de descifrar, es, precisamente, el de quién es el autor, de la misma forma que en la novela policíaca el objetivo es descubrir al asesino. De hecho, podríamos hablar ya de una consolidada metaficción policíaca, desde el Antonio Muñoz Molina de Beatus ille que nos recuerda esta ecuación en los momentos clave de la novela, –“Entendió que al buscar un libro había encontrado un crimen”–:
Podía oírlos y reconocer cada una de sus voces, porque estaban todos en el gabinete, al otro lado de la puerta, pero también allí, en el cuaderno azul, en las últimas páginas que ahora empezaba a leer, preguntándose quién de ellos, quién de los vivos o de los muertos había sido un asesino treinta y dos años atrás. (1986:113)
a Papel mojado (1983) de Juan José Millás, No soy un libro. Los trenes del verano (1992), de José María Merino, Los amigos del crimen perfecto (2003) de Andrés Trapiello, o, dentro de la célebre serie de Pepe Carvalho, de Manuel Vázquez Montalbán, la intriga dedicada al mundillo literario en El premio (1996).
Los juegos con la autoría del texto pueden revestir el tinte existencial y hasta costumbrista del genial escritor Faroni inventado compensatoriamente por el gris oficinista de los Juegos de la edad tardía (1989) de Luis Landero, o el carácter fantástico del Pedro Palaz de La orilla oscura (1985), o ser objeto de los aporéticos y surrealizantes (o superrealistas) universos narrativos de Juan José Millás, El desorden de tu nombre (1988), del extrañamiento dramático de Tomeo (el narrador, en este caso, en El gallitigre, 1990), del cuento maravilloso infantil de Juan Antonio Millán (C. El pequeño libro que aún no tenía nombre, 1993), o, en fin, una vez más, de la reduplicación autoconsciente y la sátira de la metaficción misma en Quien (1996), de Carlos Cañeque:
Mira, ahora se ha puesto de moda esto de la metaliteratura, estos tostones con protagonistas que escriben novelas dentro de otras novelas, que alternan distintas voces en primera persona, que juegan a confundir al lector hasta marearlo; y a mí, la verdad, me parecen todas iguales, un coñazo seudointelectual (1996: 21).
De todas las novelas citadas será seguramente El desorden de tu nombre la que pueda ilustrar a la perfección esta particular modalización enunciativa que acaba presentando al protagonista, y, en ocasiones, también al narrador, no ya como responsables del relato, sino, explícitamente, como el novelista que lo inventa y escribe, sin que sea posible en ningún caso la identificación con el autor extratextual. Julio, en este caso, ni siquiera es sujeto del discurso, sino personaje-objeto de una narración impersonal. Y ello no impedirá el relevo de la representación autorial, que reclamará poderosamente para sí mediante el leit motiv que lo manifiesta no actuando, sino imaginándose a sí mismo en el acto de escribirse, y que, en el momento climático de la novela se revelará como tal, demiúrgicamente, a su amante-narratario:
―¿Quién eres tú?
Esperó a que el eco de la voz se apagara, se imaginó a sí mismo sobre su mesa de trabajo, escribiendo la novela de su vida, y respondió:
―Yo soy el que nos escribe, el que nos narra. (Millás 1988: 30).
3.3 Autor(r)retratos. La metaficción autoficcional
Si el apartado anterior lo hemos dedicado a personajes que son autores, en éste nos fijaremos en cómo el autor se convierte en personaje. Claro que el asunto no tendría nada de particular ni de novedoso: Constituye, de hecho, la médula de la autobiografía, o, en su vertiente imaginaria, de la autoficción. Ésta, a su vez, tampoco ha de resultar forzosamente autorreferencial o metaficcional, pero es indudable que presenta una interesante zona de intersección con el dominio que nos interesa específicamente: la vertiente en la que estas imágenes del autor se inserten en una trama que tematice explícitamente el proceso mismo de la escritura, o su relación autoconsciente con el universo narrativo, en tanto instancia productora del mismo.
De hecho, los ejemplos más citados de autoficción en la novela española de las últimas décadas no resultan metaficcionales al no cumplir esta premisa, ausente por igual de las ya célebres Soldados de Salamina, de Javier Cercas o El mundo de Juan José Millás. La primera se orienta al proceso de investigación y documentación para esclarecer un suceso histórico que tuvo lugar al final de la guerra civil; la segunda, porque se centra en la elaboración autobiográfica de la materia narrativa (sea esta, en última instancia, autobiografía novelada o novela autobiográfica, no hace al caso). La síntesis de autoficción y metaficción se habría logrado, en cambio, décadas antes, en, por ejemplo, Fragmentos de apocalipsis de Gonzalo Torrente Ballester, novela en la cual, el propósito confesado por el verdadero autor en el prólogo, la de ofrecer un diario sobre el proceso de escritura de una novela (hasta aquí, la metaficción), se convierte en una novela en la que el autor convivirá con sus personajes en el mismo (y fantástico) universo imaginario de la invención. Y ese sujeto narrativo, estará revestido, además, de los atributos biográficos (los literarios más que los personales) de Torrente, que reflexionará sobre sus anteriores novelas, sus proyectos narrativos, aludirá a sus viajes, etc.
El resultado de esta fusión será la impresión de asistir al proceso de la invención y la escritura en acto, ante nuestros ojos, o en tiempo real, como diríamos hoy. De asistir como lectores al taller del escritor en el que se fragua la carpintería secreta de la creación literaria, con las costuras a la vista. Doy, pese a su extensión un fragmento muy significativo de esta reformulación del pacto narrativo, en las primeras páginas de la obra:
Volviendo a los anarquistas, es un hecho que me andan por la imaginación, pero no por haber nacido en ella, sino por haber entrado, lo mismo que pudieron haber entrado en otra: porque sí, y lo mismo pueden salir, y emigrar, y adiós. Aunque claro, tan sólo por el hecho de haberlos mencionado, eso que acabo de hacer, quedan en cierta medida obligados a quedarse aunque sea del modo en que ahora están, fragmentos agrupados como figuras de un capitel, en posturas absurdas. ¿Estallará la bomba? Y, si estallara, ¿qué? No hay nada a su alrededor. Además, para que estalle, tengo que decirlo, y para que destruya la torre Berengaria tengo antes que levantarla con palabras. Hasta ahora no hice más que nombrarla, y eso no basta. Sin embargo, si escribo: “Estalló la bomba y derribó la torre”, pues se acabó: adiós torre, y capitel, y todo lo que está en él. Por eso no lo escribo. Entre otras razones, porque la torre me es necesaria. Si asciendo hasta el campanario, puedo, desde sus cuatro ventanas, contemplar la ciudad hacia los cuatro puntos cardinales: la ciudad entera. Será cosa de hacerlo, a falta de otra mejor. ¿Cómo son las escaleras? ¿De caracol quizás? En cualquier caso, muchas, demasiadas para un hombre de mi edad. Si las subo, me canso. Pero ya están ahí, ya las nombré, ya trepan hasta la altura encajonadas en piedra. Hace frío, y los sillares rezuman humedad (...) Si yo fuera de carne y hueso, y la torre de piedra, podría cansarme, y resbalar, y hasta romperme la crisma. Pero la torre y yo no somos más que palabras. Sús y arriba. Voy repitiendo: piedra, escaleras, yo. Es como una operación mágica, y de ella resulta que subo las escaleras (Torrente Ballester 1977: 36-37).
Pero lejos del verismo realista o documental que tal sensación podría sugerir, el texto no deconstruye completamente su narratividad ni la autonomía argumental del mundo de la historia, por plagado que este de elementos de procedencia mágica o maravillosa, como es el caso. También, aunque de forma más encubierta, resulta un ejercicio de metaficción autoficcional de este tipo el caso de El cuarto de atrás de Carmen Martín Gaite, con el añadido simbólico de la Introducción a la literatura fantástica de Tzvetan Todorov como libro de cabecera del relato memorial que la narradora acomete:
Ya estoy otra vez en la cama con el pijama azul puesto y un codo apoyado sobre la almohada. El sitio donde tenía el libro de Todorov está ocupado ahora por un bloque de folios numerados, ciento ochenta y dos. En el primero, en mayúsculas y con un rotulador negro, está escrito “El cuarto de atrás”. Lo levanto y empiezo a leer:
“... Y sin embargo, yo juraría que la postura era la misma, [...]” (1978: 210).
De signo inequívocamente memorialista resulta, en cambio, la Autobiografía de Federico Sánchez, de Jorge Semprún, ganadora del premio Planeta ese mismo año. Pese a la preponderancia de este elemento sobre el metaficcional, este se hace igualmente presente en el intermitente subrayado, paradójicamente, en negativo, de que no se trata de una novela:
Todo empezó en mi memoria, hace unos minutos, recordando mi primer encuentro con Pasionaria en los locales de la Avenida Kleber. Si estuviera escribiendo una novela, podría terminar contando mi último encuentro con ella. [...] Pero no estoy escribiendo una novela, ni tampoco un guión cinematográfico, con Rafael Azcona. Estoy relatando seca y escuetamente lo que ocurrió, en aquel antiguo castillo de los reyes de Bohemia. [...] pero Pasionaria está hablando. Mientras andabas perdido en tu memoria, mientras evocabas una imposible conversación verídica con ella, Pasionaria ha tomado la palabra (1976: 342).
La autoconsciencia de este tipo de representaciones autoriales puede asimismo revestirse del humorismo satírico, hacia el propio sujeto narrativo, pero también hacia la trivialización del medio televisivo, visible en La saga de los Marx
Balbín aguarda la sintonía y, tras verificar que ha entrado en antena, saludará a los telespectadores con el aplomo y espontaneidad del oficio
señoras y señores, muy buenas noches! el programa de hoy está consagrado a una de las figuras más polémicas e influyentes de nuestra época! me refiero a Karl Marx [...]
a mi izquierda, el profesor Elton Roy, [...] a continuación, François Punset, [...] Ms. Lewin-Strauss, [...] doctor Panno Lal [...] Francisco Carrasquer [...] Bruno Vandursky [...] finalmente, a mi derecha, el autor de la novela que están ustedes leyendo, precisamente en la página
tú: ciento ochenta y cuatro
realizador (jovial): ya lo han oído Vds., ciento ochenta y cuatro! una cifra bastante respetable que, gracias a la colaboración de todos nosotros se acrecentará a lo largo de este programa y le permitirá completar la cuarta parte de su “mamotreto”, como cariñosamente le llama! (Goytisolo, 1993: 205).
en un texto cuyo contenido no se encamina, como el anterior, hacia el discurso autobiográfico, sino hacia el biográfico e histórico, mediante la recreación novelada de la vida de Carlos Marx y su familia.
Para terminar, querría referirme a una novela de muy reciente aparición que viene a coincidir extraordinariamente con este planteamiento autobiográfico y autoficcional. Se trata de la tercera parte del proyecto Nocilla, de Agustín Fernández Mallo. La trilogía, iniciada con Nocilla dream en 2006 y continuada por Nocilla experience en 2008 se había convertido en una de las banderas de la renovación narrativa española y de las tendencias emergentes de la novela del nuevo siglo, precisamente en función de su fragmentarismo experimental, la hibridación genérica, y la contención máxima de la sentimentalidad de la que hacía gala una voz narrativa casi transparente, que se acercaba al material narrativo aparentemente con la asepsia del entomólogo. Curiosamente, en las antípodas de sus precedentes, esta Nocilla Lab de 2009 arranca con un extenso monólogo del protagonista, Agustín Fernández Mallo, desbordante de sentimentalidad amorosa y confesionalismo autobiográfico, tan presente como la autorreferencia continua al proceso de escritura. En la segunda parte, la modalidad fragmentaria de las novelas anteriores, se aplicará a la continuación de la misma trama narrativa, apenas mermada en sus componentes egóticos o subjetivos. Y en la tercera, se producirá el desdoblamiento fantástico y metaficcional del yo narrativo, en un episodio de doppelgänger de tintes góticos, y hasta un punto gore, que convertirá al autor en el asesino de su doble y rival por la autoría de la novela.
Las últimas páginas de la novela enfatizarán de forma intermedial el autorretrato metaficcional a través de su conversión en cómic, en el que el personaje será, de nuevo, Agustín Fernández Mallo con sus rasgos físicos, dialogando sobre la novela con un Enrique Vila-Matas de papel, en uno de los escenarios característicos –precisamente por su condición de no-lugares– de las primeras entregas del Proyecto, en este caso una plataforma petrolífera.
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